martes, diciembre 27, 2005

Navaja


Martes, 27 de Diciembre de 2005, 17:50
Tenía la boca entreabierta y la mirada turbia y perdida. El sudor resbalaba por su cara y goteaba desde la punta de su nariz. También la sangre goteaba, pero desde la punta de su navaja. Su expresión era de hastío y de un profundo cansancio. A sus pies, cosida a cuchilladas, su víctima agonizaba y se desangraba .

El zapatero se llamaba Jonás. Era un remendón, oficio que, como decía él mismo, estaba en vías de extinción. También parecen estar en vías de extinción las personas que, como él, eran desde siempre buena gente. Jonás lo era en grado superlativo, hasta el punto de causar asombro. Yo creo que su secreto estaba en su forma de mirar, tan calma, de callar y de sonreír. Era una sonrisa muy particular, que sólo él sabía lucir en todo tiempo y ocasión, tanto en las fiestas como en los velatorios. Felicitaba con ella al eufórico campeón de la maratón de barrio y con ella daba el pésame a la viuda.

Era un espectáculo, si sabías percibirlo. La larga, incesante cola que desfilaba ante la viuda inconsolable, todos y cada uno repitiendo la consabida fórmula te_acompaño_en_el_sentimiento, hasta que llegaba su turno y, de pronto, la cola se detenía. Él no decía nada: sólo sonreía un poco, le daba la mano y miraba a los ojos a la pobre mujer, y era ella la que se aferraba a él y comenzaba a hablar, a hablar de su marido, de su matrimonio, de su vida, ya se sabe, toda la vida juntos, y luego, de repente, en un instante, fue apenas volver la cabeza y verlo caer ahí y entonces era cuando ella, hasta entonces conmocionada pero aturdida e incapaz de asumir la enormidad que se había venido encima, con los ojos secos y la boca seca, se rompía por dentro, se resquebrajaba la presa que contenía sus lágrimas y ahí que salían todas de golpe, lo que marcaba el inicio del alivio del duelo, momento en que ella se abrazaba a él con todas sus fuerzas, con lo que los asistentes se apresuraban a buscarle asiento, que las piernas ya no la sostenían y así continuaba el monólogo, empapado en las aguas del desconsuelo ante el hombre bueno de la sonrisa de santo.

Daniel fue el hijo único de Jonás, en todo una copia menuda pero fiel de su padre, con su misma sonrisa, su misma calma y su mismo aplomo. Fue su vida de quince años. Un sirlero anguloso y sombrío, metido a licántropo por la gracia del alcohol, de la farlopa y de una mezcla de drogas de diseño, le cerró el paso en un callejón de un barrio que hasta entonces había sido tranquilo. Ni conocía a Daniel ni nadie le conocía a él. Cuando la policía lo detuvo Daniel aún vivía, estaba a los pies de su asesino y él miraba al vacío con la sirla sangrante en la mano. Nadie supo nunca por qué, ni siquiera su asesino. Estaba tan colgado que era incapaz de articular palabra. Más adelante, cuando pudo hacerlo, sólo acertó a decir que no se acordaba de nada.

La sonrisa de Jonás se apagó esa misma noche, con la llegada del brutal dolor de la noticia. Su rostro quedó sustituido por una máscara de hielo y su mirada hacía daño. Ni antes ni a partir de aquel momento, nunca nadie le vio llorar. Entonces, todos se alejaron de Jonás, que de hombre bueno pasó a convertirse en una especie de apestado del alma. No comía, no dormía, no hablaba, trabajaba como un autómata y paseaba de noche, arriba y abajo por las calles del barrio. Por el día solía cerrar el negocio y desaparecía durante horas. Su paradero en esos ratos siguió siendo un secreto hasta que una tarde lo encontró la policía. Tenía la boca entreabierta y la mirada turbia y perdida. El sudor resbalaba por su cara y goteaba desde la punta de su nariz. También la sangre goteaba, pero desde la punta de su navaja. Su expresión era de hastío y de un profundo cansancio. A sus pies, cosida a cuchilladas, su víctima, el sirlero que mató a su hijo, agonizaba y se desangraba.

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