miércoles, septiembre 19, 2007

Morgana.


La última vez que ví a Morgana acababa de meter en un viejo saco de lona la cabeza recién cortada de una loba parda que decían que se le había tirado al cuello en un sucio callejón de la ciudad vieja. Un animal que de ninguna manera podía estar allí, porque para poder ver una colonia de lobos silvestres hay que recorrer casi setecientos kilómetros hacia el norte, o bien retroceder en el tiempo más de quinientos años.

En realidad, yo tampoco debía estar allí en aquel momento y, si vamos a eso, Morgana no debería haber estado nunca en lugar alguno, porque era alguien muy singular que no parecía casar con ningún ambiente real o imaginado y a la que sólo parece acompañar su propia soledad. Ella acababa de abandonar el antro donde terminábamos por confluir todos los noctámbulos de bolsillo escaso de la ciudad al final de la noche. Llegó como solía, con sus botas cuadradas de caña alta, mitad de amazona, mitad de militar, con su capa oscura y su estola de pieles, con su bolsa de lona que parecía el macuto de un marinero y con su bastón alto como el báculo de un profeta, labrado en su totalidad al gusto gótico con caras de fieras y de demonios. Al poco de entrar, siempre aparecía algún fulano de los que a ella le gustaban, tipos altos y musculosos que se quedaban hechizados mirándola y que la seguían donde ella decidía como si fueran perritos falderos sin haber terminado siquiera su copa.

Uno pensaría que una mujer sola en esa clase de antros estaría expuesta a soportar las molestias de los borrachos y de los chuletas de la fauna local, pero eso ocurría raramente. Yo creo que era porque, en general, a Morgana la mirabas y no te la acababas de creer. Aparte de que su estilo imponía respeto, por lo menos a mí, que la verdad es que siempre me impresionó y al principio, hasta me daba miedo. Pero es que, además, no te la creías porque tenía algo de equivocado, se notaba que estaba fuera de lugar y yo me sentía incómodo mirándola, porque mirarla era como reconocer que era una presencia real que ni yo ni nadie acabábamos de creer.

Ella nunca hablaba. Es verdad que no parecía necesitarlo, pero cuando hacía memoria, me daba cuenta de que no conocía el sonido de su voz. Era una presencia altiva, fría y muda, que olía tenuemente a almizcle y a humo de leña, que se limitaba a escoger a uno de los gorilas del antro y a ordenarle con la mirada que saliese con ella. Así que salían los dos y el resto de la gente mirábamos para otro lado. Nunca nadie la seguía. Ella siempre, siempre, encontraba compañía de su gusto. Menos aquella última vez.

Aquella noche los mendigos que revolvían la basura del callejón estaban inquietos. Hablaban atropelladamente y se peleaban entre ellos más de lo habitual. Yo les oí hablar con porteros del local de al lado, que se reían de los disparates que les contaban. Es una bruja, decía, los mata, les quita dedos y uñas, la nariz y las orejas. Y los ojos, sobre todo los ojos. Luego entrega los cuerpos a las ratas y a los perros y al cabo de unos días vuelve para recoger las calaveras y las tabas.

Los porteros siguieron con risas, pero lo contaron todo a la gente de la taberna y Tony se enteró. Tony era el cantinero y el otoño pasado había dejado de ver a su hermano, Tuco. Y Tuco era un mozo de casi uno noventa, ancho de espaldas. Un saco de músculos más bien corto de luces e incapaz de matar una mosca. Nadie sabía lo que le había ocurrido, pero creo que todos sospechamos que Morgana tenía algo que ver con su desaparición. Y Tony tuvo que pensarlo más que nadie, así que, creyendo los cuentos de los mendigos o sin creerlos, se las arregló para aconsejar a ciertos parroquianos que se volvieran pronto a casa. O quizá no fue él, quizá ocurrió de otra manera, pero sea como fuere, esa noche, por primera vez, Morgana no encontró compañía, salió sola al callejón y yo salí tras ella.

No se equivoquen. Ella no me dirigió la mirada, ni siquiera de refilón. Si yo salí no fue por que ella me lo pidiera ni por que yo tuviera ningún interés en ir con ella, sino porque sentí que algo me llamaba con urgencia, imperiosamente, de una manera tal que no podía resistirme.

En la calle yo caminaba unos metros tras ella. Al fondo, vi la silueta de Lahini, una de las lobas de la montaña donde transcurrió mi infancia. Entonces todo ocurrió deprisa, pero no pasó como dicen. Lahini venía hacia mí y al cruzarse con Morgana, ésta blandió su cayado y con la velocidad y la fuerza del rayo, lo descargó contra la cabeza de la loba.

Corrí hacia ella cuanto pude, pero cuando llegué ella ya había decapitado al animal y metía su cabeza en la bolsa. Ciego de rabia, me abalancé sobre ella a bulto, sin calcular el golpe y por pura casualidad acerté a golpearle de lleno en la mano que sujetaba su cuchillo, volviéndolo contra su pecho y clavándoselo en el corazón. Ella me miró con asombro, sin comprender nada, pero yo no estaba de humor para explicaciones, así que tomé su cuchillo, le corté los pulgares, la nariz y las orejas y las guardé para quemarlas más tarde. También le corté la cabeza, pero la dejé junto al cuerpo.

Cuando encontraron los dos cuerpos yo estaba bastante lejos de allí. Caminé toda esa noche y las veintisiete noches siguientes, durmiendo a escondidas de día y robando para comer. Mis hermanos lobos de la tribu de las montañas compiten por la comida con las rapaces y con los osos que han traído de países lejanos, así que he decidido ir a ayudarles, ahora que conozco mejor a los hombres. Volveremos a cazar cabras juntos y juntos tomaremos los corderos más tiernos del rebaño.