viernes, agosto 29, 2008

Que parezca un accidente,


Imagen tomada de http://www.freeimages.co.uk/

(Aclaración probablemente innecesaria: Lo que sigue es pura ficción y cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia).

Que parezca un accidente. Esa es la clave, que parezca un accidente. Lo dices y parece una cosa muy simple. Cuestión de pensarlo un poco, de preverlo todo tanto como sea posible y todo irá sobre ruedas. Aunque en realidad la cosa no es tan sencilla. Hoy nadie asume ni que haya acontecimientos fortuitos ni que todos sean inocentes. Siempre debe de haber un culpable y un abogado listo es capaz de encontrarlo. O de inventárselo. Y, además, las cosas ya no son como antes. La gente no se resigna. Hay mucho paranoico por ahí. Mucho julai dispuesto a ver relaciones escondidas entre cosas que no tienen nada que ver las unas con las otras, dispuesto a revolver en todas las alcobas, en todas las basuras, en todos retretes y en todas las braguetas. Sólo hace falta una orden judicial, o sea, un papel. Y si los maderos se ponen pesados el juez acaba por firmarla, aunque no esté muy convencido, siempre con un ojo puesto en la prensa. Los magistrados tienen una reputación que mantener y a ellos nunca les reprocharán emitir más órdenes de registro de la cuenta. O sea, 'que parezca un accidente', te dicen: y entonces tú ya sabes que te lo están poniendo difícil.

Yo, a veces, simulo un suicidio y a correr. Eso cuela siempre. Todo el mundo dice que no puede ser, que fulano era una persona muy equilibrada, muy vital, muy feliz, sin mayores problemas, etcétera, pero eso lo dicen de todos los suicidas, lo que demuestra que nadie conoce a nadie, muchos ni siquiera a sí mismos. Yo mismo no me conozco muy bien, pero me sospecho, si se me permite la expresión y como presiento que no voy a gustarme, no me contemplo mucho y lo dejo correr. A veces suelo observarme por si me sorprendo a mí mismo, pero suele ser que no. O sea, que no me hago ilusiones acerca de mí, sé que más bien soy un mal bicho, pero voy tirando y, eso sí, estoy vivo. Un poco zombi a veces, pero vivo.

Veinticinco asesinatos, me dijeron, a sangre fría, por motivaciones políticas. Y se ha ido de rositas. Apenas unos meses de cárcel y a la calle. Y ahora pretende vivir en la casa que dejó la familia de una de la víctimas, que se tuvieron que marchar a no sé dónde, muy lejos de su ciudad. Mis clientes me cuentan esos detalles como si me importaran. Él mato a veinticinco, dicen. Pues yo ni te cuento a cuántos he matado y mi compadre apioló a siete de un golpe, como el sastrecillo valiente. Los motivos, bueno, cada uno tiene los suyos, mi colega también, lo mismo que los que me encargan acabar con él. Por eso lo hacen: se justifican, como si yo fuera el juez en vez de ser sólo el verdugo. Pero nunca les digo nada de esto, aunque lo piense siempre. Por ejemplo, no entiendo por qué los hijos no están ellos mismos por el daca para vengar a sus padres, los padres por los hijos, o los maridos por las esposas, si es que se tienen tanta ley. No entiendo, no sé si es que se acojonan o qué, si es la cosa más sencilla del mundo, tirar por la calle del medio y meterles el cuchillo jamonero hacia arriba desde abajo del costillar. Eso si los disparos les parecen demasido escandalosos. Y luego, si uno está empeñado de verdad en lo que quiere, pecha con lo venga, si le cogen, y arreando. Pero ya digo, yo sólo me quedo mirándoles y me callo hasta que llega la hora de hablar de los detalles y de mis honorarios. Todos tenemos nuestros intereses aquí. Y aunque yo no lo entienda eso de encargar la venganza, digo amén y me pongo a lo mío.

Que parezca un accidente. Qué fácil es decirlo. Hay que borrar todas las pistas, fabricarse una coartada, volverse transparente para los testigos y estar atento a todos los detalles. Esa vez decidí que no, que sería un suicidio.

No tenía idea de cómo iba a hacerlo. No había pensado nada. Confiaba en mi inspiración. Le estaba seguiendo. Iba muy tranquilo por las calle de su pueblo y estoy seguro de que no sospechaba que alguien había decidido quitarlo de en medio. Le ví entrar en una ferretería y yo entré tras él. Era un local enorme, con muchas filas de estantes llenas de material de cerrajería, cuchillería y armería.

Había sólo un empleado a la vista y me llamó la atención que el teléfono era uno de esos viejos modelos de pared. Me fijé en el número. No sé por qué lo hice. A veces me pasa, que memorizo detalles aparentemente inútiles. En tonces el fulano pidió al dedendiente que le enseñara cuchillos grandes de cocina y yo supe de inmediato lo que iba a hacer. Me volví y marqué en mi móvil el teléfono de la tienda. Metí la mano con el teléfono en mi bolsillo y en el momento portuno, envié la llamada. El dependiente se excusó y dobló la esquina para atender el teléfono, que estaba estaba tres o cuatro pasos más allá. Entonces corté la llamada, me acerqué y, dejando el móvil en el bolsillo, cogí el cuchillo más largo y se lo clavé en el pecho, un poco hacia la izquierda, por debajo de la tetilla.

Le miré a los ojos. Noté su sorpresa y su dolor. Iba a gritar, así que me adelanté y fui yo quien dije:
- ¿Pero qué...? ¡No, no no...!

Él dejó salir un sonido ronco mientras el miedo se reflejaba en su rostro. El dependiente volvió corriendo y nos miró, sin ver claramente lo que pasaba, porque yo estaba entre los dos, dándole la espalda

- ¡Llame a una ambulancia!, le grité. ¡Este loco se ha clavado el cuchillo en el pecho!

Allí estaba yo: manchado de sangre hasta las cejas, con las huellas de mis dedos en el mango del cuchillo, sin coartada y completamente visible para todos los testigos. Nadie sospecho de mí. De hecho, hasta me felicitaron por haber intentado reanimarlo.

Que parezca un accidente, dicen. Pero no. Lo mejor es que parezca un suicidio.

domingo, mayo 04, 2008

Basura.


El mendigo que revolvía en el cajón de la basura oyó un ruido y vió moverse algo entre las sombras del fondo. Pensó que era una rata e iba a intentar ensartarla con la punta de su bastón de esquí, cuando distinguió el vagido inconfundible de un recién nacido.

Apartó con cuidado los desperdicios y, ayudándose con el bastón, trajo hacia sí un bulto del que sólo se distinguían las envolturas de dos toallas viejas manchadas de sangre. Un momento después comprobaría que allí había un niño vivo, todavía unido a un trozo de cordón umbilical que nadie había anudado.

* * *

Pocas horas antes, los servicios de urgencias del hospital del barrio habían atendido a una mujer joven aquejada de hemorragias vaginales. El joven médico que la atendió sospechó algo raro y fue a buscar ayuda más experta. A la joven no le gustó la expresión de la cara del doctor y pensó que acudir al hospital quizá no había sido una buena idea, de manera que se las arregló para irse sin que nadie la viera.

Minutos después un médico de más edad, informado ya de lo ocurrido, no estaba seguro del crédito que merecían las impresiones del joven colega.

- ¿Tú estás seguro de que se trataba de un alumbramiento? Llegado el caso, ¿podrías jurarlo?

- Hombre, jurarlo, no sé, quizás no.

- Mira, haremos una cosa: enviaremos un parte rutinario al juzgado, sin señalar unas sospechas concretas. Nosotros cumplimos pero evitamos armar un revuelo innecesaro. Si alguien nos pide cuentas, siempre podremos darle detalles más adelante. Tú, apúntalo todo en la historia. Todo. ¿Entendido?

- Entendido.

* * *

Durante más de dos semanas aquella viuda melancólica había vuelto a sentirse viva de nuevo. Había resultado muy fácil intimidar a aquel mendigo y pudo notar su alivio cuando le entregó al niño para marcharse a paso vivo, sin importarle que desapareciera la habitual solemnidad de sus ademanes. Aquel niño sería el hijo que siempre quiso y nunca tuvo. Pero su alegría terminó pronto, cuando la justicia llamó a su puerta. El niño acabó en manos de las instituciones públicas.

* * *

Diecinueve años más tarde se econcontró cuerpo de una mujer de treinta y seis años de edad, muerta de una cuchillada en el salón de su vivienda. La policía dedujo que se trataba de alguien conocido por la víctima, alguien en quien confiaba, ya que debió de abrirle ella misma la puerta de la vivienda, pero también hubo signos de que la víctima ofreció resistencia. Se detuvo en un primer momento a su último compañero, de quien se había separado recientemente, pero el ADN encontrado en las uñas de la víctima le descartó como sospechoso.

* * *
Tiempo después nadie se explicaría cómo aquella viuda melancólica a la que casi veinte años antes la justicia le había arrebatado a su hijo, sería capaz de reconocerlo en la figura de un joven iracundo, aquejado de un temblor incontenible, que se deshacía de unas ropas de faena manchadas de sangre parda arrojándolas en el contenedor de basura situado donde, al principio de esta historia, alguien había dejado un niño recién nacido, creyéndolo muerto. Y no sólo lo reconoció, sino que volvió a acogerlo prometiéndose que esta vez nadie volvería a arrebatárselo.

Cuando la justicia volvió a llamar a su puerta, la viuda volvió a franquerle el paso y pudo escuchar cómo el inspector de policía le decía que el muchacho:

- ...queda detenido por el asesinato de su propia madre, como lo demuestra la comparación entre los perfiles de ADN obtenidos en el lugar de los hechos...

Y el inspector no pudo seguir hablando, ya que la mujer, se arrojó sobre él, golpeándolo y gritando:

- ¡Mentira, es mentira! ¡Mentira! ¡Su madre soy yo, soy yo!, ¿lo entiende?, ¡sólo yo!