sábado, julio 29, 2006

Un cadáver en la piscina.


Rodrigo comprendió que aquél no iba a ser un día normal cuando vio el cuerpo de la niña en el fondo de la piscina. Permaneció unos minutos inmóvil, sin poder decidir qué era lo primero que debía hacer y, sobre todo, qué no debía hacer. Y no era porque estuviera muy alterado, que desde luego que lo estaba sino porque, como les pasa a muchos, había visto demasiada televisión.

Pobre Rodrigo, no lo juzguen con dureza, muchos de nosotros hubiéramos hecho lo mismo que él, es decir, nos hubiéramos aturullado, cómo no, toda la vida oyendo por la tele la misma cantinela, escuchando la voz del sagaz inspector que pregunta al testigo: ¿Ha tocado el cadáver? No habrá movido el cuerpo, ¿verdad?. Y nunca hay quien le conteste, como se merece, que sí, que claro que sí lo ha tocado, imbécil, que lo ha zarandeado, que ha intentado reanimarlo de alguna manera, que el muerto tiene que estar muy frío, muy obviamente muerto para que cualquier tipo normal pase de intentar traerlo de vuelta al mundo de los vivos, y que mientras uno está caliente hay esperanza, y que dicen los expertos que a los cuerpos con hipotermia se les da por muertos si tienen encefalograma plano, si están calientes y si, además, están muertos. Que si están fríos hay que recalentarlos, por si acaso, que luego hay quien sobrevive una hora bajo el agua helada. O más. O sea, que para un profano o hay rigidez, o el muerto huele a muerto, o lo mismo está vivo, así que Rodrigo, ahuyentando sus prejuicios de televidente, se tiró a la piscina y sacó a la niña. La niña, un bulto pesado y desmadejado, aparentaba unos nueve años. Tenía el pelo cortado a lo paje, los ojos apenas entreabiertos, como dos hendiduras blancas, y la mandíbula colgando. A pesar de que sus pulmones se vaciaron cuando Rodrigo la sacudió sosteniéndola cabeza abajo, agarrándola por los tobillos, la niña no reaccionó: sin duda llevaba varias horas muerta.

Uno nunca supondría de antemano que pudiera ser tan mala cosa vivir sólo en un chalé con piscina y jardín, separado del mundo por una alta valla de tres metros, pero el caso es que una niña como esa no podía haber entrado sola en el recinto. ¿Qué les parece? Está muy claro: alguien llevó a la niña, viva o muerta, hasta allí. Entonces Rodrigo, comenzó a pensar muy deprisa. Todo el mundo tiene algún enemigo, pero los suyos no eran de esa clase. Y no por estar faltos de ganas sino, más bien, por carecer de audacia. Quien se deshizo del cadáver se limitó a sacarse el muerto de encima lo más deprisa posible. Miró el reloj. Eran ya las siete y veinte de la mañana.

* * *

El tiempo pasa volando. Sus vecinos duermen todos, aún. Es preciso apresurarse. Envuelve el cuerpo en dos toallas de baño y la lleva hasta el pie de un nogal muy frondoso situado cerca de la valla de su jardín. Toma la escalera larga y la sitúa junto al árbol. Ata el cuerpo por los tobillos con un nudo que permite deshacer la lazada tirando de uno de los cabos, y lo iza hasta una rama muy alta, como a unos seis metros del suelo. Desde allí se desplaza por la copa hasta llegar a un punto en el que puede ir bajándolo sobre el jardín del vecino, ausente desde hace semanas. Después de varios intentos, logra que se pose sobre un tobogán cuya rampa da a la piscina y suelta el nudo, dejando que se deslice hasta caer al agua.

Siempre hay un momento en la vida en el que uno comprueba, desalentado o incluso alarmado, que se ha pasado de listo. Es en un momento así en el que la vida debería pasar ante nuestros ojos en una loca carrera, como dicen que les ocurre a los que se ven a un paso de la muerte, en un momento como aquél en el que la niña, súbitamente vuelta a la vida, agita brazos y piernas, grita y se sumerge en el agua en un lugar donde no da pie y empieza a querer reclamar ayuda, porque se ahoga.

La sorpresa es excesiva para Rodrigo. De repente ve cómo su loca idea se ha ido al traste, cómo tiene que dar muchas explicaciones, cómo en ese mismo momento, su posición se convierte en insostenible. Pero él, por alguna razón piensa que en realidad no se ha equivocado, que su mente le engaña, que la niña que se agita y pide socorro no es real, que ella está muerta y bien muerta, que él mismo lo ha comprobado hace sólo unos momentos, que ella, contra todo pronóstico, no es sino un espectro de sí misma vuelto a la vida de manera muy precaria tan sólo para cobrarle su precio de mal samaritano. Y en éstas está cuando nota que pierde pie, mal aposentado sobre una toalla verde oliva, húmeda, que resbala y le ayuda a caer; y hete aquí que Rodrigo no puede ver pasar la película de su vida, pues su nuca golpea demasiado pronto contra la misma rama de la que cae, todavía cubierta con la última parte de su larga toalla, de manera tan violenta que él sí, sin duda, muere de manera casi instantánea, sin tiempo para nada.


* * *


La hasta entonces inalterable paz de la urbanización 'Las Rosaledas' se ve interrumpida por la llegada de varios coches policiales y vehículos oficiales del juzgado. Un vecino barrigón, de mirada inquieta, vuelve a relatar a un inspector joven cómo había podido ver a su vecino colgando de una rama muy alta, con una de sus piernas enredada en una cuerda que lo sujetaba a la copa, y que no, que no tenía idea de cómo había ido a para allí, que él había llegado tarde, la madrugada anterior, y que no había notado nada raro, ni entonces, ni más adelante, ni en las calles, ni en su casa ni en la del vecino. Los policías, los sanitarios, los funcionarios del juzgado entran, miran, ven, recogen indicios, levantan actas, hacen fotos, interrogan a los vecinos, suben y bajan, salen y vuelven a entrar y a salir, a subir y a bajar, a preguntar, a telefonear... hasta que todos concluyen sus tareas y van dejando la casa, el jardin y el barrio, que vuelve a su tranquila y un poco aburrida placidez.


* * *


Dos días más tarde una vecina que vuelve de la playa con su hija encuentra que su marido, el vecino barrigón que ya conocemos, ha muerto en el jardín. Su cuerpo adopta una posición grotesca. Está de rodillas, inclinado hacia adelante, con el pecho atravesado por una horca de aventar. Tiene los ojos y la boca abiertos y en su rostro se dibuja la sorpresa. Está inclinado hacia adelante y las marcas que se aprecian en el suelo permiten conjeturar que la víctima simplemente resbaló en la hierba húmeda y cayó sobre los afilados dientes del siniestro tenedor, que lo sostuvo sin dejarlo caer. La mujer, horrorizada, se abraza a su hija, le tapa los ojos y sólo acierta a llamar a la policía desde su móvil. Luego, cae sentada en el suelo y abrazando a su pequeña, rompe a llorar.

Minutos después los policías, los sanitarios, los funcionarios del juzgado entran, miran, ven, recogen indicios, levantan actas, hacen fotos, interrogan a los vecinos, suben y bajan, salen y vuelven a entrar y a salir, a subir y a bajar, a preguntar, a telefonear... y cuando parece que todos han acabado sus tareas y empiezan a pensar en dejar la casa, el jardín y el barrio para que vuelva a su tranquila y un poco aburrida placidez, alguien reflexiona y se pregunta por qué quedó la horca en la posición en la que se encontró, y se decide a examinar de qué modo estaba sujeta. Y es entonces cuando, revolviendo en el montón de hojas y ramas cortadas en el que se hundía el mango de la herramienta, aparece un bulto que, un momento después, desprovisto de sus envolturas, resulta ser el cadáver de una niña como de unos nueve años.

Nadie conocía a la niña. Nunca se supo de dónde había salido y cómo llegó hasta allí. Fue imposible relacionarla con los dos adultos difuntos ni con ninguna otra persona del vecindario. Y nunca nadie supo decir por qué, en su rostro de ojos en blanco, ligeramente entreabiertos, resplandecía una sonrisa tan inquietante como fuera de lugar.