lunes, noviembre 13, 2006

Como un predador.


Es noviembre. La brisa que me da en la cara es extrañamente suave y casi cálida para esta época del año. Mis pasos resuenan sobre el pavimento que todavía muestra algunas manchas de humedad. La calle está silenciosa y desierta a esta hora, que es la hora del crepúsculo.

Conforme camino voy sintiéndome pletórico de energía. Me yergo de manera progresiva, levanto mi cara y venteo el aire como un predador que busca su presa. El silencio continúa. Nadie, nadie, no hay nadie en las casitas a cada lado del camino. Surca el cielo a lo lejos la banda de estorninos. Con sus danzas caprichosas, dibuja sus figuras como de cardumen de los cielos, yendo y viniendo, pero sin acercarse nunca a las calles que yo piso.

Sigo venteando, me noto lleno de tensión, mis dientes rechinan. Intento sonreír y obtengo una especie de mueca feroz que me hace enseñar los dientes mientras saliveo en exceso y tengo que aspirar súbitamente a través de la boca para sorber las babas que pujan por salir. No pienso. Luego sí, luego llegará el momento de pensar, pero ahora no pienso. Ahora busco y debo avanzar en silencio, así que salgo a la cuneta tapizada de hierba que ahoga el ruido de mis pasos.

Me desvío hacia la derecha y entro en un callejón. He oído algo, un sonido parecido al del roce del calzado sobre un suelo duro y basto. Noto un olor acre, muy sutil. Huelo a mujer. Me muevo despacio. Miro con cuidado. A través del follaje de los viejos jardines descuidados, la veo. Tiene un vestido de flores pequeñas de colores alegres sobre un fondo negro y sobre él una chaqueta de punto, de lana gris.

Su pelo es negro y crespo y su piel es muy blanca, sobre todo la de sus pechos, que se ven moverse en el escote y a través del vestido, fino y ceñido con esa especie de rotundidad vibrante propia de los senos todavía firmes. No está precisamente delgada, casi ha perdido del todo su cintura, aunque tampoco es muy gorda. Lleva unas botas de goma casi hasta las rodillas. Tiene una expresión rara y cuando traspaso la valla y entro en su desaseado jardín la miro a la cara. Por alguna razón sé lo que va a pasar y sé que ella lo sabe.

Me acerco mucho a ella con mi chaqueta doblada y colgando de mi brazo izquierdo, mientras con mi mano acaricio su mejilla izquierda y aparto su pelo dejando al descubierto una oreja pequeña y delicada como la de una niña. Tiene las mejillas rosadas y la piel del rostro un poco fría, lo noto sobre todo con mi pulgar. La piel de su cuello es tibia y la de su escote es cálida y de una suavidad infinita. Entonces la abrazo, la atraigo hacia mí y noto su cuerpo tembloroso.

No hay por qué esperar más: pongo mi mano en su nuca y la guía hacia la casa. Dejo caer mi chaqueta en el suelo de la entrada y ella me guía hasta una alcoba. Mis manos en su caderas y en sus pechos ya saben que no lleva ropa interior. Es tierna, suave y dócil. Tengo suerte.

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Cuando desperté sentí un dolor de cabeza brutal y la agonía de unas náuseas incoercibles . Estaba totalmente entumecido y aunque tenía la sensación de haber dormido cien horas de un tirón, me sentía cansado hasta el agotamiento. Me molestaban los ruidos y temía abrir los ojos por miedo a la luz.

Entonces intenté entreabrirlos, pero no pude. En ese momento pensé, porque ahora sí que había llegado el momento de pensar, en mala hora, maldita sea mi suerte, que algo no iba bien. No, en realidad pensé que algo iba muy, muy mal. Hice un esfuerzo enorme para abrirlos, pero no conseguí nada, los tenía como pegados. Traté de despegarlos con mis dedos y fue entonces cuando supe que alguien los había cosido y cuando, de golpe, el recuerdo me golpeó como un tsunami dejándome helado.

Alguien se puso a gritar de manera desgarradora. Era un grito de total terror, de completa desesperación. No parecía humano. Pensé que tenía que pedirle que parara porque su voz estaba partiendo en dos mi pobre cabeza, pero en ese momento comprendí que el que gritaba era yo.

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Lo encontraron unos gitanillos del poblado de las casetillas, ya sabes, del barrio ese de chabolas donde compran los yonquis sus dosis diarias. Tardaron un rato en llegar porque no se atrevían a entrar sin custodia policial y costó conseguir que los acompañase una patrulla de los municipales.

Estaba tirado junto a un vertedero. Tenía los párpados cosidos y dos heridas muy frescas de lumbotomía: le había extraído las córneas y los dos riñones. La pregunta era por qué no el hígado, el corazón y los pulmones y, en todo caso, por qué permitirle seguir viviendo.

Cuando llegó el pobre tipo deliraba. Su discurso era inconexo y casi irreconocible, pero de una cosa estoy seguro: es uno de esos casos de mala suerte en los que la anestesia te deja relajado y sin dolor pero consciente. Una verdadera pesadilla. Lo que yo creo que pasó es que primero lo atiborraron con drogas alucinógenas, quizá para atraerlo a algún lugar discreto. En esas condiciones, ya sabes, la gente se vuelve muy sugestionable. Luego lo dejaron inconsciente, de alguna manera, o simplemente lo inmovilizaron con un paralizante muscular, quizá bromuro de pancuronio.

Estoy seguro de que hubiéramos acabado por saber toda la historia, pero en medio del fregado llegaron esos tipos tan estirados que hablaron antes que nadie con el director y que se llevaron al paciente y a todo su historial. Llegaron a cerrar el hospital, no se podía entrar ni salir y los móviles y los teléfonos fijos dejaron de funcionar.

Entraron en la red y en los ficheros clínicos, borraron el historial completo del paciente y se llevaron la historia completa, hasta el último papel. Buscaron copias de todas las pruebas en los todos los servicios centrales, en radiología y análisis clínicos, todo. Vi con mis propios ojos cómo arrancaban las hojas de las anotaciones del libro de registros de los anestesistas, y gracias que no se llevaron el libro completo.

Cuando el jefe fue a pedirle cuentas al director del comportamiento de semejantes bárbaros éste le dijo que el paciente exigía secreto absoluto acerca de su historial y que tenía derecho a ello. El jefe le dijo, naturalmente, que el paciente deliraba y que no había hecho petición alguna, a lo cual el director le replicó que el fulano era un pez gordo, que había venido su pariente más próximo y su abogado, con todos los papeles del mundo firmados y sellados, con una orden judicial fetén, por si hubiera dudas, así que deja de tocarme los cojones si quieres conservar los tuyos, ¿entendido?.

Y claro que lo entendió. Mira tú por donde, así nace una leyenda urbana, le oí decirlo por lo bajo. Pero no, no es una leyenda urbana, son cosas que se sabe que pasan, pero que no conviene airearlas. Es como si hubiera un pacto no escrito entre las mafias que se dedican al tráfico de órganos y los responsables de la cosa del orden público: mientras no vayan los cadáveres flotando Manzanares abajo, los secuestros para extracción de órganos serán una 'leyenda urbana' y los desaparecidos lo serán por propia voluntad. De modo que si un día alguien deja viva a una de las víctimas será porque quiere que la encuentren viva, será porque alguien está mandando un mensaje. En el punto en el que estamos ahora, el destinatario del mensaje ya lo ha recibido. Quién es el destinatario y qué significa el mensaje es algo que ni tú ni yo sabremos jamás.