viernes, diciembre 22, 2006

Antón Carabina.

"Antón Carabina, -na -na
mató a su mujer -jer -jer
la metió en un saco -co
la lleva a moler -ler -ler
El molinero dice -ce
esto no es harina -na
esto es la mujer -jer -jer
de Antón Carabina -na"

Vuelve a estar de moda, o más bien nunca dejo de estarlo. Matar a la cónyuge, quiero decir. Yo oí contar hace mucho la verdadera historia de Antón carabina, a quien también conocían por otro sobrenombre del que no quiero hablar aquí, más que nada por no meterme en querellas.

- Quiero más sexo, dijo su mujer.
- No tengo nada que ofrecerte, respondió él, se acabó todo el que tenía.

Entonces ella se llenó de reproches y de otras palabras.

- He guisado tus platos, dijo ella, he lavado y planchado tus ropas, he mantenido limpia la casa y el fuego del hogar nunca se ha apagado. Crié a tus hijos y aumenté y conservé tu patrimonio, que ahora es mío; también tus hijos son míos, tu casa es mía y debes pagar tu tributo, porque me perteneces.

Así que Antón, en un descuido, la mató de setenta y siete puñaladas, enfundó el cuerpo en un saco, cargó con él y lo llevó al molino, confiando en que colara, porque había confianza. Y porque el molinero, un buen tipo aunque algo perezoso, siempre le decía: 'Sírvete tú mismo'. Pero aquel día el molinero estaba inquieto, como desasosegado y además había tenido poca clientela, así que cuando vio acercarse a uno de sus parroquianos, se levantó de su banqueta; con ánimo diligente cargó el saco a sus espaldas y se preparaba para ir descargando el grano cuando notó algo raro, así que apoyó el saco en el suelo y lo abrió.

- Vaya, dijo el molinero. Amigo, creo que te confundiste de saco.

Y Antón, viéndose descubierto, confesó.

- Fue un descuido.

- No, dijo el molinero. Técnicamente, es un arrebato, o sea, un atenuante. Pero vas a tener difícil evitar el agravante de ensañamiento. ¿Cuántas puñaladas le has dado?

- No sé, paré de contar después de la quinta. No se me dan bien los números y me cuesta contar y apuñalar a la vez.

- ...veintitrés, veinticuatro, veinticinco ... oye tú no te has visto bien. Vas empapado en sangre de la cabeza a los pies... veintiséis, veintisiete...

- Son muchas sí. Oye, tú sí que sabes contar, vaya, no sabía que hubiera tantos números. Yo, la verdad es que me entregaría pero, estas cosas, ya sabes cómo son, es terrible la burocracia. Y yo es que no puedo con la burocracia.

- ... cuarenta y siete, cuarenta y ocho...

- Ella sólo quería más y más sexo, era insaciable. Yo siempre acababa el día reventado de trabajar pero ella no tenía ninguna consideración conmigo. Así que le dije que no y me amenazó con el divorcio, con quitármelo todo y fue cuando lo ví todo rojo.

- ...sesenta y ocho, sesenta y nueve... sería que te saltó sangre a los ojos... setenta, setenta y uno

- No, no eso fue antes ...

-... y setenta y siete. Buf, mira, mejor dí que no recuerdas nada. Que te dijo eso del divorcio, que te pusiste furioso y que desde ese momento no te acuerdas de nada.

- Pero sería mejor esconder el cuerpo y escurrir el bulto. La burocracia, ya sabes...

- Sí, es verdad, la burocracia, en eso llevas razón. Debes estar reventado después de tanta puñalada. Menudo cuchillo, debe de ser de los buenos.

- No es un cuchillo, es una daga creo. Mira aquí la tengo.

- Oye, es una monada. ¿De donde la has sacado?

- Es una de esas cosas de familia, del bisabuelo de mi tatarabuelo, que coleccionaba antiguallas. Y ahora, ¿qué hacemos?

- ¿Sabes que esta daga a lo mejor me venía bien a mí? Podrías prestármela.

- Te la regalo. De repente le he perdido cariño, ya ves. Ahora yo necesitaría deshacerme de...

- Sí claro. Verás lo que haré: trocearé el cuerpo, lo abriré en canal, lo pondré a secar y luego, poco a poco, lo iré mezclando con el grano para los piensos. Con el trigo no, que la gente es muy quisquillosa.

- Pues oye, gracias. No sabes el peso que me quitas de encima.

- Hombre, gordita sí que estaba la finada, sí. Anda a lavarte, hombre de Dios, que estás hecho un Adán. Cualquiera que te viera, a saber qué pensaría.

Esa tarde la molinera notó que su marido estaba muy risueño, así que le preguntó.

- ¿Por qué estás tan contento?

- Porque esta mañana un parroquiano me ha enseñado cómo debe apañárselas uno en caso de divorcio, dijo el molinero mientras acariciaba el filo de su daga.

lunes, noviembre 13, 2006

Como un predador.


Es noviembre. La brisa que me da en la cara es extrañamente suave y casi cálida para esta época del año. Mis pasos resuenan sobre el pavimento que todavía muestra algunas manchas de humedad. La calle está silenciosa y desierta a esta hora, que es la hora del crepúsculo.

Conforme camino voy sintiéndome pletórico de energía. Me yergo de manera progresiva, levanto mi cara y venteo el aire como un predador que busca su presa. El silencio continúa. Nadie, nadie, no hay nadie en las casitas a cada lado del camino. Surca el cielo a lo lejos la banda de estorninos. Con sus danzas caprichosas, dibuja sus figuras como de cardumen de los cielos, yendo y viniendo, pero sin acercarse nunca a las calles que yo piso.

Sigo venteando, me noto lleno de tensión, mis dientes rechinan. Intento sonreír y obtengo una especie de mueca feroz que me hace enseñar los dientes mientras saliveo en exceso y tengo que aspirar súbitamente a través de la boca para sorber las babas que pujan por salir. No pienso. Luego sí, luego llegará el momento de pensar, pero ahora no pienso. Ahora busco y debo avanzar en silencio, así que salgo a la cuneta tapizada de hierba que ahoga el ruido de mis pasos.

Me desvío hacia la derecha y entro en un callejón. He oído algo, un sonido parecido al del roce del calzado sobre un suelo duro y basto. Noto un olor acre, muy sutil. Huelo a mujer. Me muevo despacio. Miro con cuidado. A través del follaje de los viejos jardines descuidados, la veo. Tiene un vestido de flores pequeñas de colores alegres sobre un fondo negro y sobre él una chaqueta de punto, de lana gris.

Su pelo es negro y crespo y su piel es muy blanca, sobre todo la de sus pechos, que se ven moverse en el escote y a través del vestido, fino y ceñido con esa especie de rotundidad vibrante propia de los senos todavía firmes. No está precisamente delgada, casi ha perdido del todo su cintura, aunque tampoco es muy gorda. Lleva unas botas de goma casi hasta las rodillas. Tiene una expresión rara y cuando traspaso la valla y entro en su desaseado jardín la miro a la cara. Por alguna razón sé lo que va a pasar y sé que ella lo sabe.

Me acerco mucho a ella con mi chaqueta doblada y colgando de mi brazo izquierdo, mientras con mi mano acaricio su mejilla izquierda y aparto su pelo dejando al descubierto una oreja pequeña y delicada como la de una niña. Tiene las mejillas rosadas y la piel del rostro un poco fría, lo noto sobre todo con mi pulgar. La piel de su cuello es tibia y la de su escote es cálida y de una suavidad infinita. Entonces la abrazo, la atraigo hacia mí y noto su cuerpo tembloroso.

No hay por qué esperar más: pongo mi mano en su nuca y la guía hacia la casa. Dejo caer mi chaqueta en el suelo de la entrada y ella me guía hasta una alcoba. Mis manos en su caderas y en sus pechos ya saben que no lleva ropa interior. Es tierna, suave y dócil. Tengo suerte.

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Cuando desperté sentí un dolor de cabeza brutal y la agonía de unas náuseas incoercibles . Estaba totalmente entumecido y aunque tenía la sensación de haber dormido cien horas de un tirón, me sentía cansado hasta el agotamiento. Me molestaban los ruidos y temía abrir los ojos por miedo a la luz.

Entonces intenté entreabrirlos, pero no pude. En ese momento pensé, porque ahora sí que había llegado el momento de pensar, en mala hora, maldita sea mi suerte, que algo no iba bien. No, en realidad pensé que algo iba muy, muy mal. Hice un esfuerzo enorme para abrirlos, pero no conseguí nada, los tenía como pegados. Traté de despegarlos con mis dedos y fue entonces cuando supe que alguien los había cosido y cuando, de golpe, el recuerdo me golpeó como un tsunami dejándome helado.

Alguien se puso a gritar de manera desgarradora. Era un grito de total terror, de completa desesperación. No parecía humano. Pensé que tenía que pedirle que parara porque su voz estaba partiendo en dos mi pobre cabeza, pero en ese momento comprendí que el que gritaba era yo.

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Lo encontraron unos gitanillos del poblado de las casetillas, ya sabes, del barrio ese de chabolas donde compran los yonquis sus dosis diarias. Tardaron un rato en llegar porque no se atrevían a entrar sin custodia policial y costó conseguir que los acompañase una patrulla de los municipales.

Estaba tirado junto a un vertedero. Tenía los párpados cosidos y dos heridas muy frescas de lumbotomía: le había extraído las córneas y los dos riñones. La pregunta era por qué no el hígado, el corazón y los pulmones y, en todo caso, por qué permitirle seguir viviendo.

Cuando llegó el pobre tipo deliraba. Su discurso era inconexo y casi irreconocible, pero de una cosa estoy seguro: es uno de esos casos de mala suerte en los que la anestesia te deja relajado y sin dolor pero consciente. Una verdadera pesadilla. Lo que yo creo que pasó es que primero lo atiborraron con drogas alucinógenas, quizá para atraerlo a algún lugar discreto. En esas condiciones, ya sabes, la gente se vuelve muy sugestionable. Luego lo dejaron inconsciente, de alguna manera, o simplemente lo inmovilizaron con un paralizante muscular, quizá bromuro de pancuronio.

Estoy seguro de que hubiéramos acabado por saber toda la historia, pero en medio del fregado llegaron esos tipos tan estirados que hablaron antes que nadie con el director y que se llevaron al paciente y a todo su historial. Llegaron a cerrar el hospital, no se podía entrar ni salir y los móviles y los teléfonos fijos dejaron de funcionar.

Entraron en la red y en los ficheros clínicos, borraron el historial completo del paciente y se llevaron la historia completa, hasta el último papel. Buscaron copias de todas las pruebas en los todos los servicios centrales, en radiología y análisis clínicos, todo. Vi con mis propios ojos cómo arrancaban las hojas de las anotaciones del libro de registros de los anestesistas, y gracias que no se llevaron el libro completo.

Cuando el jefe fue a pedirle cuentas al director del comportamiento de semejantes bárbaros éste le dijo que el paciente exigía secreto absoluto acerca de su historial y que tenía derecho a ello. El jefe le dijo, naturalmente, que el paciente deliraba y que no había hecho petición alguna, a lo cual el director le replicó que el fulano era un pez gordo, que había venido su pariente más próximo y su abogado, con todos los papeles del mundo firmados y sellados, con una orden judicial fetén, por si hubiera dudas, así que deja de tocarme los cojones si quieres conservar los tuyos, ¿entendido?.

Y claro que lo entendió. Mira tú por donde, así nace una leyenda urbana, le oí decirlo por lo bajo. Pero no, no es una leyenda urbana, son cosas que se sabe que pasan, pero que no conviene airearlas. Es como si hubiera un pacto no escrito entre las mafias que se dedican al tráfico de órganos y los responsables de la cosa del orden público: mientras no vayan los cadáveres flotando Manzanares abajo, los secuestros para extracción de órganos serán una 'leyenda urbana' y los desaparecidos lo serán por propia voluntad. De modo que si un día alguien deja viva a una de las víctimas será porque quiere que la encuentren viva, será porque alguien está mandando un mensaje. En el punto en el que estamos ahora, el destinatario del mensaje ya lo ha recibido. Quién es el destinatario y qué significa el mensaje es algo que ni tú ni yo sabremos jamás.

lunes, octubre 09, 2006

Eutanasia.


La verdad es que yo siempre temí que legalizaran la eutanasia. Da miedo pensar que la decisión de dejar vivir o de matar a alguien quede en manos de un médico sabiendo como sabemos que entre los médicos hay personas de muy distintos modos de ser, de hacer y de pensar. Siempre he pensado en esos ancianos que parecen haber perdido su capacidad de comunicarse con los demás, a los que uno ve como personas que sufren una enfermedad crónica y dolorosa o incluso una agonía que nunca termina y a los que se declara radicalmente incapaces de tomar una decisión. Suelo imaginar que ese anciano, un día, seré yo. Que estaré encerrado dentro de mí, que habré perdido mi capacidad de expresarme pero que aún tendré conciencia de las cosas. Que cuando intente decir algo sólo pueda emitir ruidos y hacer gestos que hagan pensar a los demás que soy poco más que un despojo gesticulante que sufre y al que hay que matar por piedad. Pero yo no podré explicar que no, que quiero seguir viviendo mi miserable existencia, increíblemente. Y como no sabré o no podré explicarme, no me servirá de nada y me matarán, creyendo que sufro demasido y que no queda nada de humano en mí.

Está ese temor a las presunciones de los médicos. Creen que saben, pero no saben, sólo dan por sabido lo que suponen y a veces suponer que uno ha dejado de ser humano es mucho suponer. Así que nunca me ha gustado la idea de legalizar la eutanasia. Sin embargo, últimamente, estoy empezando a cambiar de opinión.

Visité al tío de mi vecino, al que habían ingresado en el hospital para los cuidados paliativos. Llevaba siete años viviendo con su sobrino y cada vez estaba más viejo y achacoso. Los últimos quince meses había arrastrado un cáncer de garganta demasiado avanzado como para que pudiera tratarse de una manera efectiva y el resultado era una enorme ulceración interna que no paraba de progresar, tubos en la nariz, en las venas, en el agujero de la traqueotomía, el dolor cotidiano y un olor hediondo que llenaba la habitación.

Nadie dio demasiadas explicaciones. La dosis de morfina subió en progresivos incrementos hasta alcanzar el punto de no retorno y el pobre viejo murió. En la carpeta de su historial alguien había escrito, a mano, con letras negras y grandes: 'NO REANIMAR'. Aquello me hizo pensar. Había estado atento al proceso y nadie había decidido ese punto. Es decir, alguien debió decidir algo, claro, pero no se hizo con el conocimiento de la familia. De todas maneras, los parientes no dieron muestras de desacuerdo.

Poco después leí un artículo en una de esas revists de seguros médicos. Explicaban cómo se debían de organizaban los comités de vigilancia de las eutanasias legales. La verdad es que era algo complicado, pero parece que presentaban garantías, porque la eutanasia había que decidirla y autorizarla por parte de varias personas de manera independiente, médicos, enfermeras, paciente y familiares. Parecía difícil hacer trampa.

Desde entonces ya no me preocupa la legalización de la eutanasia. Ahora lo que temo son los cuidados paliativos.

sábado, julio 29, 2006

Un cadáver en la piscina.


Rodrigo comprendió que aquél no iba a ser un día normal cuando vio el cuerpo de la niña en el fondo de la piscina. Permaneció unos minutos inmóvil, sin poder decidir qué era lo primero que debía hacer y, sobre todo, qué no debía hacer. Y no era porque estuviera muy alterado, que desde luego que lo estaba sino porque, como les pasa a muchos, había visto demasiada televisión.

Pobre Rodrigo, no lo juzguen con dureza, muchos de nosotros hubiéramos hecho lo mismo que él, es decir, nos hubiéramos aturullado, cómo no, toda la vida oyendo por la tele la misma cantinela, escuchando la voz del sagaz inspector que pregunta al testigo: ¿Ha tocado el cadáver? No habrá movido el cuerpo, ¿verdad?. Y nunca hay quien le conteste, como se merece, que sí, que claro que sí lo ha tocado, imbécil, que lo ha zarandeado, que ha intentado reanimarlo de alguna manera, que el muerto tiene que estar muy frío, muy obviamente muerto para que cualquier tipo normal pase de intentar traerlo de vuelta al mundo de los vivos, y que mientras uno está caliente hay esperanza, y que dicen los expertos que a los cuerpos con hipotermia se les da por muertos si tienen encefalograma plano, si están calientes y si, además, están muertos. Que si están fríos hay que recalentarlos, por si acaso, que luego hay quien sobrevive una hora bajo el agua helada. O más. O sea, que para un profano o hay rigidez, o el muerto huele a muerto, o lo mismo está vivo, así que Rodrigo, ahuyentando sus prejuicios de televidente, se tiró a la piscina y sacó a la niña. La niña, un bulto pesado y desmadejado, aparentaba unos nueve años. Tenía el pelo cortado a lo paje, los ojos apenas entreabiertos, como dos hendiduras blancas, y la mandíbula colgando. A pesar de que sus pulmones se vaciaron cuando Rodrigo la sacudió sosteniéndola cabeza abajo, agarrándola por los tobillos, la niña no reaccionó: sin duda llevaba varias horas muerta.

Uno nunca supondría de antemano que pudiera ser tan mala cosa vivir sólo en un chalé con piscina y jardín, separado del mundo por una alta valla de tres metros, pero el caso es que una niña como esa no podía haber entrado sola en el recinto. ¿Qué les parece? Está muy claro: alguien llevó a la niña, viva o muerta, hasta allí. Entonces Rodrigo, comenzó a pensar muy deprisa. Todo el mundo tiene algún enemigo, pero los suyos no eran de esa clase. Y no por estar faltos de ganas sino, más bien, por carecer de audacia. Quien se deshizo del cadáver se limitó a sacarse el muerto de encima lo más deprisa posible. Miró el reloj. Eran ya las siete y veinte de la mañana.

* * *

El tiempo pasa volando. Sus vecinos duermen todos, aún. Es preciso apresurarse. Envuelve el cuerpo en dos toallas de baño y la lleva hasta el pie de un nogal muy frondoso situado cerca de la valla de su jardín. Toma la escalera larga y la sitúa junto al árbol. Ata el cuerpo por los tobillos con un nudo que permite deshacer la lazada tirando de uno de los cabos, y lo iza hasta una rama muy alta, como a unos seis metros del suelo. Desde allí se desplaza por la copa hasta llegar a un punto en el que puede ir bajándolo sobre el jardín del vecino, ausente desde hace semanas. Después de varios intentos, logra que se pose sobre un tobogán cuya rampa da a la piscina y suelta el nudo, dejando que se deslice hasta caer al agua.

Siempre hay un momento en la vida en el que uno comprueba, desalentado o incluso alarmado, que se ha pasado de listo. Es en un momento así en el que la vida debería pasar ante nuestros ojos en una loca carrera, como dicen que les ocurre a los que se ven a un paso de la muerte, en un momento como aquél en el que la niña, súbitamente vuelta a la vida, agita brazos y piernas, grita y se sumerge en el agua en un lugar donde no da pie y empieza a querer reclamar ayuda, porque se ahoga.

La sorpresa es excesiva para Rodrigo. De repente ve cómo su loca idea se ha ido al traste, cómo tiene que dar muchas explicaciones, cómo en ese mismo momento, su posición se convierte en insostenible. Pero él, por alguna razón piensa que en realidad no se ha equivocado, que su mente le engaña, que la niña que se agita y pide socorro no es real, que ella está muerta y bien muerta, que él mismo lo ha comprobado hace sólo unos momentos, que ella, contra todo pronóstico, no es sino un espectro de sí misma vuelto a la vida de manera muy precaria tan sólo para cobrarle su precio de mal samaritano. Y en éstas está cuando nota que pierde pie, mal aposentado sobre una toalla verde oliva, húmeda, que resbala y le ayuda a caer; y hete aquí que Rodrigo no puede ver pasar la película de su vida, pues su nuca golpea demasiado pronto contra la misma rama de la que cae, todavía cubierta con la última parte de su larga toalla, de manera tan violenta que él sí, sin duda, muere de manera casi instantánea, sin tiempo para nada.


* * *


La hasta entonces inalterable paz de la urbanización 'Las Rosaledas' se ve interrumpida por la llegada de varios coches policiales y vehículos oficiales del juzgado. Un vecino barrigón, de mirada inquieta, vuelve a relatar a un inspector joven cómo había podido ver a su vecino colgando de una rama muy alta, con una de sus piernas enredada en una cuerda que lo sujetaba a la copa, y que no, que no tenía idea de cómo había ido a para allí, que él había llegado tarde, la madrugada anterior, y que no había notado nada raro, ni entonces, ni más adelante, ni en las calles, ni en su casa ni en la del vecino. Los policías, los sanitarios, los funcionarios del juzgado entran, miran, ven, recogen indicios, levantan actas, hacen fotos, interrogan a los vecinos, suben y bajan, salen y vuelven a entrar y a salir, a subir y a bajar, a preguntar, a telefonear... hasta que todos concluyen sus tareas y van dejando la casa, el jardin y el barrio, que vuelve a su tranquila y un poco aburrida placidez.


* * *


Dos días más tarde una vecina que vuelve de la playa con su hija encuentra que su marido, el vecino barrigón que ya conocemos, ha muerto en el jardín. Su cuerpo adopta una posición grotesca. Está de rodillas, inclinado hacia adelante, con el pecho atravesado por una horca de aventar. Tiene los ojos y la boca abiertos y en su rostro se dibuja la sorpresa. Está inclinado hacia adelante y las marcas que se aprecian en el suelo permiten conjeturar que la víctima simplemente resbaló en la hierba húmeda y cayó sobre los afilados dientes del siniestro tenedor, que lo sostuvo sin dejarlo caer. La mujer, horrorizada, se abraza a su hija, le tapa los ojos y sólo acierta a llamar a la policía desde su móvil. Luego, cae sentada en el suelo y abrazando a su pequeña, rompe a llorar.

Minutos después los policías, los sanitarios, los funcionarios del juzgado entran, miran, ven, recogen indicios, levantan actas, hacen fotos, interrogan a los vecinos, suben y bajan, salen y vuelven a entrar y a salir, a subir y a bajar, a preguntar, a telefonear... y cuando parece que todos han acabado sus tareas y empiezan a pensar en dejar la casa, el jardín y el barrio para que vuelva a su tranquila y un poco aburrida placidez, alguien reflexiona y se pregunta por qué quedó la horca en la posición en la que se encontró, y se decide a examinar de qué modo estaba sujeta. Y es entonces cuando, revolviendo en el montón de hojas y ramas cortadas en el que se hundía el mango de la herramienta, aparece un bulto que, un momento después, desprovisto de sus envolturas, resulta ser el cadáver de una niña como de unos nueve años.

Nadie conocía a la niña. Nunca se supo de dónde había salido y cómo llegó hasta allí. Fue imposible relacionarla con los dos adultos difuntos ni con ninguna otra persona del vecindario. Y nunca nadie supo decir por qué, en su rostro de ojos en blanco, ligeramente entreabiertos, resplandecía una sonrisa tan inquietante como fuera de lugar.

sábado, mayo 20, 2006

Secretos.


El otro día llegó el momento. Ocurrió porque era lo que tenía que ocurrir, porque los secretos siempre pugnan por salir a la superficie. Ocurre con ellos como con los cadáveres de los ahogados, que primero flotan por algunas horas; luego se van al fondo, una astucia con la que pretenden engañar a los vivos; pero la putrefacción, que sigue su curso, les hace hincharse, así que terminan por ocupar más volumen del que les corresponde y flotan, sí, flotan, acaban saliendo a la supeficie, a la luz. Vuelven para atormentar a los vivos, porque son espíritus que no tienen paz, que han muerto, por poco o por mucho, antes de lo que les correspondía. Con los secretos pasa eso mismo. No están hechos para permanecer encerrados mucho tiempo y si se les obliga, se rebelan, protestan, importunan, molestan al que los guarda y no le dejan dormir, no le dejan vivir. Se vuelven cada vez más y más pesados. Si alguien guarda un secreto ajeno es facilísimo hacérselo confesar: basta con convencerle de que fue obligado injustamente a guardarlo, que se está abusando de él, que se le pide demasiado, que se le obliga a cargar sobre sus espaldas con un peso que quizá no sea insoportable, pero que ha durado ya demasiado tiempo. Los secretos son gases embotellados a presión. Dadles una oportunidad: se escaparán. Usad un recipiente inadecuado, o golpeadlo más allá de cierto límite: estallará.

El otro día Jasón estalló. Jasón es Jasón Ciego, ya lo conocen, el médico ése que tiene apellido de intestino, o de miembro de la ONCE, aunque este último chiste es demasido obvio. Este gato supone que había debido estar acumulando motivos y que, en un momento dado, todo conspiró para forzarle a vomitar sus bilis. Una de las condiciones fue la (casi) totalmente inocente afirmación de Mati de que todos guardamos secretos, poniéndonos como ejemplo, a continuación, el suyo: en sus tiempos de estudiante acudía a los exámenes con un calcetín de cada color. Como supondrán, su secreto no nos impresionó. Impulsado por los vapores del alcohol y por la presencia de Hortensia, nuestra enana esférica, de indudables virtudes catalizadoras de toda clase de acontecimientos imprevistos, incluídos los desastrosos, Jasón se jactó de guardar secretos de mucha más enjundia que cualquiera de los presentes. Y eso que había muchos presentes. Estaba Lucho, el saxofonista, Gustavo, el periodista de Gazeta Z, Berta, nuestra solitaria, poco agraciada e introvertida vecina, Justo, el veterinario, ya saben, el proxeneta de cerdas, Lucio el cuentista y, en fin, dos parroquianos de la Taberna del Rincón de las Esquinas. Tras hacerse de rogar, lo justo ¿eh?, que se veía que el hombre estaba encantado de largar, Jonás comenzó su relato.

- Por mi profesión puedo decir que conozco ciertas inclinaciones comunes a muchas señoras. Y algunas de esas muchas están bastante bien, o sea, que son merecedoras de mis atenciones. Muchos que no trabajan en lo mío creen que nuestro gremio lo tiene fácil a la hora de jugar a hacer de Don Juan, pero eso es incierto por dos razones: primero, porque nos jugamos nuestro prestigio y, segundo, porque incluso en nuestro caso tenemos que conocer los trucos de la seducción, ya saben, y esos no se enseñan en la facultad.

Hagamos un breve inciso. La escena incluye a toda la concurrencia mirando a Jonás con cara de interés, excepto a Hortensia, que lo hace con rostro preocupado.

- El caso es que una de las fantasías sexuales más comunes entre las mujeres es la de imaginar que están siendo forzadas. Eso les permite tener una excusa para acceder de modo imaginario a prácticas sexuales que, de otro modo, serían censurables. Sé lo que están pensando, pero tranquilícense: no es posible aprovecharse de esa fantasía, es demasido peligroso y yo, desde luego, jamás lo he hecho. Ese deseo no se plasma prácticamente nunca en una realidad placentera para la mujer, está reservado para las prácticas autoeróticas. Así que, ¿cómo elaborar una fantasía que sea capaz de eliminar la sensación de culpa ante una práctica sexual 'prohibida' y que permita al mismo tiempo hacerla realidad?. El problema de las fantasías de violación es que implican violencia. Eso explica la enorme diferencia entre imaginarla y realizarla: en el primer caso se elude la culpa, pero no se realiza el deseo; en el segundo lo que se realiza no proporciona placer, con lo que el deseo no se cumple. No hay remedio, hay que idear otra fantasía.

Otro inciso. La concurrencia, expectante. Hortensia, con gesto de desagrado.

- Tanteé algunas de mis pacientes. Elegí a mujeres que venía solas y que aquejaban molestias vagas, pero que no tenían ninguna enfermedad real y les proponía una muy novedosa nueva técnica: masajes sedativos bajo hipnosis. Nada de pastillas, oye, todo natural. La idea es someterte a trance hipnótico, les digo, de modo que tu voluntad queda anulada y supeditada a la mía, con lo que se garantiza una máxima relajación. Luego, masajes muy suaves por todo el cuerpo. Técnica novísima, efecto garantizado. Mano de santo, oye. Ven a última hora de la tarde, que ya no habrá nadie. Tendremos tiempo de sobras.

El orador carraspea y se toma un trago y unos segundos de pausa. El público atento y bien, gracias, excepto Hortensia, que se muestra airada y asqueda.

- En realidad, la técnica de seducción comienza desde el momento en el que se propone el nuevo tratamiento. Hay que bajar la voz, darle un tono confidencial y grave, profundo, pero la expresión de la cara debe ser muy relajada y hasta un punto risueña. La mujer debe de estar ya avisada acerca de qué clase de práctica va a tener lugar, aunque sólo sea de modo subconsciente. Que en el fondo ella sepa que puede arrepentirse y echarse atrás. Esto forma parte de las reglas del juego, hay que jugar limpio, ya me entienden. Además, luego, cuando comprueba que está realmente sola conmigo, sin la secretaria, sin la enfermera, tiene otra oportunidad para pensárselo. Entonces, la sesión de hipnosis comienza en seguida. Yo uso la técnica más clásica, la más peliculera, pidiendo que mire atentamente a un péndulo que tengo sobre la mesa. Me sitúo detrás de ella. Susurrándole al oído con voz profunda, le pido que se relaje, que cierre los ojos y declaro que, al terminar de contar hasta tres, estará sumida en un sueño hipnótico profundo. A partir de ese momento puede ocurrir que ella asegure que no está dormida. En ese caso hay que ser prudente y debe suspenderse la sesión: no va a funcionar. Pero, ¿sabéis?, eso es algo que simplemente no ocurre. A mí no me ha ocurrido. Sí, Justo, te aseguro que es verdad, nunca me ha ocurrido, no me mires con esa cara. Luego hay que comprobar qué reacciones hay con las órdenes sucesivas, que consisten en ponerse de pie e ir quitándose la ropa. Entonces comienza el masaje, por los hombros, desde detrás de ella. Puedo asegurar que, si después de besarle en la nuca ella no manifiesta ninguna forma de rechazo, todo irá bien, no habrá ninguna dificultad. En algunos casos se mantiene en un papel de completa pasividad: puesto que está hipnotizada, no podrá rechazar las maniobras del terapeuta. En la mayoría, las mujeres acaban participando activamente. Pero todas, unas y otras, todas vuelven a por más.

- Caramba Jasón, dijo Gustavo con una sonrisa irónica, no sabía que fueras hipnotizador.

- Es que no lo soy, contestó Jasón riéndose.

- No, tú no eres un hipnotizador, Jasón, tú eres un cerdo, un hijo de puta. Qué vergüenza, aprovecharte de todas esas pobres mujeres.

- Pues no, querida, es al revés, son ellas las que creen que me engañan a mí. En realidad son unas maestras del engaño, se engañan a sí mismas y pretenden engañarme a mí, están convencidas de que yo creo que ellas están hipnotizadas de verdad. Pero sé que todas fingen. Para empezar, dudo que la hipnosis, tal y como yo la practico, exista realmente. Pero lo que sí está claro es que si a alguien se le ordena que lleve a cabo una acción claramente contraria a sus conviciones morales, simplemente no obedecerá. En eso, todos los hipnotizadores que pasan por serios están de acuerdo.

La cara de Hortensia había adquirido el color púrpura de la máxima indignación. Comenzaba a hacerse patente que la pobre Hortensia estaba en un tris de ponerse en evidencia, hasta el extremo de que incluso el infeliz de Mati podía comenzar a sospechar algo. En ese momento el Destino, caprichoso, imprevisible, decidió echarle un capote a nuestra inflada enanita que, de repente, puso una cara muy rara un instante antes de se formara súbitamente un charco a sus pies. Entonces, el miedo asomó a su cara y todos comprendimos que nuestra amiga había roto aguas. Jasón, haciéndose cargo, sacó al profesional que llevaba dentro y, usando su móvil, llamó al hospital y a una ambulancia.

Los médicos del hospital acudieron en tropel. Pocas veces se podía asistir a la cesárea de una enana acondroplásica con embarazo gemelar, así que se prepararon a conciencia para la ocasión. Con el quirófano lleno hasta los topes, Hortensia fue anestesiada y comenzó la operación. Fuera, en el pasillo, y haciendo turnos de a dos para fumar escondidos en los retretes, seis varones, en edad de ser padres, paseaban arriba y abajo para mitigar los nervios, carcomidos por la impaciencia. Mati se sentía muy acompañado y, aunque tenía la sensación de que algo no era como debía, podía decirse que se sentía bien. Por desgracia nadie brindó a ninguno de los acompañantes la posibilidad de tomar de la mano a la parturienta durante el trance. Ni hablar, dijeron, esto es cirugía, no es un simple parto y además, aquí ya no cabe un alfiler. El único que pudo pasar fue Jasón. Y eso porque tenía influencias.

Cuarenta minutos después, dos enfermeras salieron llevando sendos niños en brazos. Los siete amigos se les echaron encima, hablando todos a la vez:

- ¿Cómo está la madre?

- ¿Son chicos los dos?

- ¿Están bien?

- ¿Son normales o enanos? Como son muy pequeños, no sé apreciar la diferencia.

- ¿Cuánto pesan?

- ¿A quién se parecen?

Etcétera. Por fin, las aturdidas enfermeras acertaron a decir que sí, que eran normales y no enanos, que estaban bien y la mamá también, que eran incluso gorditos para la talla de la madre. Este gato no podía estar presente, una pena, la verdad, porque le hubiera gustado captar el ambiente en el momento, pero no se puede luchar contra los prejuicios de los humanos. De hecho, durante seis días casi se olvidaron de mí. Suerte que Berta estuvo al quite y me fue llevando comida mientras Hortensia estuvo en la clínica.

Cuando llegaron a casa pude echarles el ojo encima a los pequeños y en seguida noté los parecidos. La verdad, no sé que es peor: si que uno es igual que el sobrinito mayor de Mati o que el otro sea clavadito al pescatero. Hortensia, ¿por qué tenías que ser tan promiscua? Qué raros son ustedes, los humanos.

sábado, abril 29, 2006

Alimañas


Lo iban a soltar ya. Yo sabía que no cumpliría ni la mitad de la condena, pero me sorprendió que lo soltaran tan pronto. Tanto que casi no estaba preparado. No perdí un minuto: tendría que ser ahora. Guardé el móvil y me puse en marcha. Impaciente, me acerqué hacia los patios de los bloques sur y en seguida la ví: todavía estaba allí, con sus amigas, donde la música. Pasé de largo y me interné en la senda que bordeaba el maizal. A la mitad del campo giré hacia la izquierda. Me situé en la sexta hilera, justamente la que ella tomaba como camino para volver a su casa. Le gustaba perderse allí, siempre en esa fila. Ocultarse metódicamente. Ocultarse. Permanecer entre las sombras. Sentirse acogida por la oscuridad, practicar el engaño, el disimulo, cultivar gustos de alimaña, de alimaña hija de alimaña.

Esperé. Mientras esperaba, lo que quedaba de mí vigilaba mi propio interior. No iba a tolerar que un rescoldo de compasión debilitara mi determinación: yo era el alimañero y tenía que hacer mi tarea, ni más ni menos. A la hora de siempre la oí caminar. Dí un paso atrás y esperé. Dejé que avanzara un paso más de donde yo estaba y entonces me lancé sobre su espalda. Tenía sólo doce años, pero se debatía con una fuerza que me sorprendió. Intentaba gritar, pero estaba muda de pánico, no podía emitir más que un susurro ronco. Al principio me divirtió su resistencia, vas a querer ser sirena, le dije, y entonces, en uno de sus manoteos, me abofeteó. Eso me puso de mal humor. Estoy perdiendo el tiempo, pensé, así que la golpeé hasta que se quedó quieta. Entonces le quité la ropa interior. Llevaba una especie de pantaloncito con puntillas, que me pareció caro y poco adecuado para su edad. La desfloré rápidamente y eyaculé enseguida. Ella seguía inmóvil. Le aparté el pelo de la cara. Tenía los ojos abiertos y la mirada apagada: ella estaba muerta, yo temblaba. En ese momento conocí cómo de difícil es matar ese último resto de uno mismo que, a pesar de todo, queda vivo, agazapado, dentro de ese yo que no es sino un cascarón vacío.

Me fui. Mis planes no habían cambiado. Al alejarme hacia mi casa pasé junto al campo inculto donde había empezado todo. Al principio no pensé en eso, pero luego ví las amapolas mezcladas con cizaña. Poco antes le había hablado de la cizaña a Elisa,Lolium Temulentum, le dije, cizaña, una gramínea tóxica, comer su harina afecta al sistema nervioso, por eso se apellida así, porque temulentus es borracho en latín. Aquel día en que todo cambió yo la esperaba en ese mismo sitio. Miraba la cizaña y las amapolas y esperaba a Elisa. Pero de repente el mundo se apagó y yo desperté un rato después con una dolor de cabeza espantoso. No podía moverme. Estaba firmemente atado de pies y manos. Sólo alcancé a levantar la cabeza a tiempo de ver a esa hiena con los pantalones bajados, forzando a Elisa, que nunca lo superó. Yo tampoco lo superé. Nuestra pareja se rompió. Nos convertimos en dos fantasmas a los que todos evitaban. Ella se recluyó en un sanatorio donde vegeta sola, insomne y en silencio. Yo acabé por terminar con todo lo que que quedaba de humano dentro de mí y planeé mi venganza.


Llegué casa con mis recuerdos a cuestas. Me afeité la cabeza y la barba, repasando todo lo que debía llevarme y recordando lo que dejaba atrás. Esa foto en el Faro de la Aguja, las otras fotos,las del Monte de Entrecaminos, la de la Cruz del Conjuro, el neceser de piel, la agenda, las caracolas de Elisa, los papeles, mis pipas de espuma... Me embutí el traje de cuero. El revólver, la navaja automática, las esposas, todo estaba preparado. Ya estaba oscuro. Cerré la puerta principal y apagué las luces. Salí por la puerta de atrás y crucé campo a través. Tenía la moto escondida, bien lejos.

Luego hablé con él, por teléfono. Imposté la voz y hablé con acento del norte. No me reconoció. Yo sé quien, cuándo y donde. Yo también. No, tú crees saberlo, como cree saberlo la policía, pero aunque lo sepas yo sé el cómo, el cuando, el dónde. Yo tengo toda la información. Puedo dártela si aceptas hacer algo por mí. Nos vemos y hablamos.

Nos vimos. Yo era un desconocido con toda la cabeza afeitada, gafas de sol y piel cetrina. Él había venido solo. Lo había visto llegar. Paré la moto, le hice una seña con la mano y, sin volverme, volverme entré en un viejo almacén abandonado. Me quedé mirando hacia arriba, sin girar la cabeza, con los brazos en jarras, escuchando hasta volver a oír sus pasos, que un momento antes se habían detenido, síntoma de que el tipo tenía sus dudas. Me volví con la pistola en la mano. Le disparé en la rodilla y él cayó aullando de dolor.

Le esposé a una tubería. Le expliqué lo que le había hecho a su hija. Me importaba que lo comprendiera. No sé si lo entendió: estaba demasiado ocupado suplicándome por su vida. Le disparé de nuevo, esta vez al tobillo de la pierna sana. Él volvió a aullar y siguió suplicando. En ese momento su hija, su mujer, el mundo entero, le importaban una mierda. Sólo quería salvar su pellejo y había dejado de escucharme. De pronto, sentí tanto asco que decidí acabar con él y le metí dos balas en la cabeza.

Sabía que su mujer no tendría protección policial eternamente. Esperé. Cinco semanas después, embutido en un mono azul con el logotipo de la compañía de teléfonos, llamé a su puerta. La línea, le dije, tengo que comprobarla. Abrió. Me quité las gafas de sol y la miré. Me reconoció. Su cara reflejaba un intenso terror. Jadeó roncamente, tembló, dió un paso atrás para apoyarse en la pared. Dí un paso hacia ella. Ella intentó gritar, pero sólo pudo emitir un sonido ronco, igual que hizo su hija. La sujeté, la até, la violé y la maté. Esa noche dormí en su misma cama, como no dormía desde hacía años.

A la mañana siguiente alguien echó abajo la puerta. Para cuando desperté la casa y la misma alcoba estaban llenos de policía. Claro que soy yo, dije, ya saben todo lo que ha ocurrido, no vale la pena que pierda el tiempo en hablar con ustedes: quiero un abogado.

Nunca me hice ilusiones respecto a la justicia. La justicia parece estar concebida para comprender al culpable, para aliviarle a él, para curarle, para reinsertarle. Es como si los jueces sospecharan que, el fondo, los culpables han sido inducidos de alguna manera sutil, retorcida y perversa, por las propias víctimas, que serían, en el fondo, las culpables. Cuando los jueces no son severos con los culpables, créanme, es porque se identifican con ellos, casi porque envidian al culpable, que osó hacer aquello que ellos desean sin atreverse a realizarlo. Eso explica por qué los comprenden con tanta facilidad. Por esa razón me decidí a seguir adelante. Ahora veríamos si estaban dispuestos a comprenderme a mí.

martes, abril 18, 2006

¡Hum!


- ¡Hum!
Dí un respingo. Me desperté de golpe, al lado de un tipo rarísimo. Yo dormitaba arrullado por el parloteo monótono de un programa rosa de la tele. El fulano en cuestión, un tipo gordo, retotollúo, tenía una nariz en forma de zapato, llena de bultitos y de diminutos cráteres, como la piel de una naranja, los ojos enrojecidos y los párpados de abajo abolsados.
- ¡Hum!.
Volví a sobresaltarme. El fulano tenía la vista fija en el suelo, se retorcía las manos, girando bruscamente la cabeza hacia la derecha cada vez que hacía...
- ¡Hum!
Bueno, esta vez no me pilló de sorpesa. Debe ser un tic, pensé.
- ¡Laputa!
O algo más serio, me dije, considerando la posibilidad de retirarme discretamente hasta ponerme a cubierto debajo de algún mueble.
- ¡Laputa!
Vaya, el giro, de cabeza era cada vez más violento. Al principio sólo había notado el crepitar suave pero frenético de sus sinapsis, pronto se convirtió en una serie de crujidos notables y, por fin alcanzó la inensidad de una traca. El tipo estaba frenético, se enervaba por momentos.
- ¡¡Laputa!!
Esta vez lo que crujió fue una de sus vértebras de tan violento que fue su giro de cuello. Unas gotitas de saliva que salieron proyectadas de sus labios me alcanzaron. Eso me decidió a poner tierra por medio. Traté de recordar... ¿Laputa?. ¡Claro, Laputa!. Era una de esas islas fantásticas de los Viajes de Gulliver. Anoté mentalmente: releer a Swift. Asomé la cabeza para volver a mirar la cara del tipo. ¿Leería a Swift alguien así?
-¡¡Laputa!!
Otra vez. Entonces oí la voz de Mati.
- ¡Hola, Sinforoso!. Ya estoy de vuelta, aquí con el amigo Jasón.
Jasón y Mati entraron en el cuarto de estar. Yo respiré aliviado mientras ví cómo el chiflado del tic se incorporaba y trataba de presentarse.
- ¡¡Hum!! ¡¡Laputa!! ¡¡Hum!! Encantado ¡¡Hum!!.
A cada tic Sinforoso giraba el cuello violentamente, noventa grados, siempre hacia la derecha. Y a cada tic yo oía crujir sus vértebras cervicales. El petardeo de sus sinapsis me empezaba a resultar cargante. Me alejé, para atenuarlo un poco. Entretanto, los tres pibes entraron en conversación, que viene a querer decir que comenzaron a hablar de... ¡fúmbol!. Y lo hicieron cada uno en su papel: Mati, expectante, Jasón, divertido y Sinforoso todo Hum, todo Laputa y todo retorcerse las manos, más parlanchín y menos nervioso que un momento antes, con el petardeo sináptico reducido a un tableteo soportable.
Después de un largo rato de cháchara insustancial, el reloj de pared de Mati dio cansinamente la ocho.
- Estee... tengo que irme, dijo Sinforoso.
¿Ni un sólo Laputa, ni un triste Hum?, pensé. Me decepcionas, Sinfo. Y el fulano dijo adiós y se largó. Mati y Jonás se quedaron un rato más, cambiando impresiones.
- ¿Qué te parece lo del amigo Sinforoso?, dijo Mati. Impresionante, ¿no?
- Pues sí. Tiene un síndrome de Tourette. No es algo muy corriente, pero siendo yo un crío, en mi barrio había uno que le llamaban 'Güendiós' que movía la cabeza igual que tu amigo. ¿De dónde lo has sacado?
- Lo conocí hace poco en una estación de Renfe. Tuvo la ocurrencia de llamarle 'puta' a la mamá de un estibador portuario, corto de luces, que estaba por allí. Bueno, eso fue lo que pensó el cavernícola. Estuvo a punto de darle una paliza. Menos mal que logré convencerlo de que Sinfo estaba mal de la cabeza. Se largó con su mamá, no muy convencido, y Sinfo y yo nos hicimos amigos.
- Ya.
- Como ya te figurarás, te llamé para que me digas si lo suyo tiene tratamiento.
- No sé, no es mi especialidad. Si fuera más joven, terapia conductual, creo. A su edad, dudo que funcione. Hay medicamentos, pero a menudo los efectos secundarios no compensan. ¿Te ha dicho algo él?
- No, no. Es cosa mía.
- Pues entonces quizá mejor lo dejas correr. Ya se habrá habituado a sus tics y no sabría cómo pasar sin ellos. Seguro que a su modo tiene su vida equilibrada y, por otro lado, es un pedazo de pan incapaz de matar una mosca.
- Eso seguro.
Así que Mati y el doctor decidieron dejarlo. Dos días después la prensa local sacaba una foto del bueno de Sinforoso esposado, camino del furgón policial, poco después de haber estrangulado a su casero con sus propias manos. Ustedes, los humanos, no deberían hacer juicios de valor sobre las personas. Por lo menos hasta que no aprendan a oír el sonido de las sinapsis.

viernes, abril 07, 2006

Chantaje.


Puede que los gatos seamos gente egoísta. Y puede que no lo seamos continuamente, sino que a veces también nos mostremos generosos y atentos. Y puede que incluso entonces estemos intentando ser egoístas, aunque de un modo activo, simulado y retorcido.

Sea como fuere este gato reflexionaba el otro día acerca de lo mudable que es Fortuna, incluso en aquellos casos que antes juzgábamos inamovibles. Recordarán que este gato proporcionó a cierto pescatero la manera de acceder a una herencia que no terminaba de llegar. Y cómo este gato esperaba que, en justa reciprocidad, el pescatero se convirtiera en una fuente suministradora de pescado fresco para este gato... de por vida. Pues bien, no han pasado ni tres meses que mi suministrador exclusivo ha traspasado el negocio y hoy la pescadería es una papelería que, por cierto, lleva camino de arruinar a la de dos calles más arriba, porque está mucho más cerca del colegio público del barrio. Eso no impide que una Hortensia elipsoidal, ya más ancha que alta en su exagerada expansión corporal, por causa de su embarazo, y este gato que les habla, lo vean pasar cada dos por tres por delante de nuestra casa en su flamante deportivo rojo. Hortensia mira pasar al pescatero en su esplendoroso coche nuevo, con su aureola de nuevo rico y yo miro a Hortensia... sin hacerme ilusiones respecto a la naturaleza humana. Por esa razón es por la que el gato ha decidido hacer algo.

Cuando todo parecía fácil y seguro, no hubiera sido prudente dejar cabos sueltos que pudieran de alguna extraña manera demostrar que la muerte de la tía del pescatero no había sido natural, sino provocada, así que no olvidé indicar al sobrino la conveniencia de que incineraran el cuerpo de su tía. Este gato supo, cuando vio la urna con las cenizas en manos de su heredero que nuestro pacto se había sellado y que el pescatero podía estar tranquilo. No hay que tener sobre ascuas al socio de uno: es malo para los negocios. Pero el pescatero no supo mantener su palabra. ¿Quién era yo, después de todo?. Un pobre gato. Así que en pocos días se le subió el dinero a la cabeza y se olvidó de que tenía conmigo un compromiso sagrado. Es posible que todos ustedes estén pensando que el pescatero, un hombre zafio, corto de luces, se haya burlado de un gato que ha vivido muchas vidas y las recuerda casi todas. Y no deja de ser cierto que la actitud del pescatero me decepcionó. Pero a uno no se le da tan mal eso de cubrir todas las contingencias, de manera que habría de realizar el milagro de reconvertir las cenizas en cadáver. ¡Hale hop!

Busqué a Mati en el momento adecuado. Le recordé su potencial como autor literario y su deseo de escribir un cuento y de las atención con la que Hortensia le mira cuando pasea en su nuevo coche . Repasamos el argumento que ya habíamos detallado en cierta ocasión, que algunos recordarán, pero, aquí viene el toque de ingenio, introduciendo una pequeña variante, mostrando el as guardado en la manga: un simple cambio de etiquetas había provocado que dos féretros, ya cerrados, intercambiaran sus destinos, de manera que el destinado al fuego pasara a ser enterrado en un nicho y el destinado al nicho, hubiera sido incinerado.
Mati escribió el cuento y lo hizo con todo cuidado, para lo que contó con mi modesta supervisión. Cuando vimos hasta qué punto puede palidecer un pescatero comprobamos que habíamos creado una herramienta eficaz. Fue entonces cuando Mati pudo poner un precio sustancioso a su silencio: pocas veces se paga tanto por no publicar un cuento.

-¿Hay algo más que yo no sepa?, preguntó el pescatero.

- Sabes tanto como te conviene saber a tí mismo e ignoras tanto como me conviene a mí. Un tahur de raza siempre ha de guardarse alguna que otra carta en la manga.

miércoles, marzo 29, 2006

Mamá fue puta.


Mamá fue puta. En realidad fue actriz porno, pero aquí, un país donde hasta ayer cualquier mujer con dos dedos menos de largo de falda o capaz de sostener la mirada a un hombre, es ya puta sin remedio, no está la cosa para sutilezas. Mamá se hizo famosa. Ganó mucho dinero cuando empezaró a salir por la tele y cuando pudo cobrar por ir a las fiestas de gente rica. Luego se hizo poner tetas más y más grandes, conoció a Jandro, tuvo a mi hermano Alex, riñó con Jandro, se casó con mi padre, discutieron y Papá se fue. Luego quiso tener otro hijo, esta vez sin padre, así que ahora está otra vez esperando. Una niña, le dijo el doctor.
Le pregunté a mamá si mi hermana será también puta y ella me miró pensativa y luego me dijo: Ya veremos. Lo dijo como si no se hubiera parado a pensarlo antes, como diciendo: Bueno, es una idea.


Mi hermana tiene padre, claro, no se pueden tener niños sin padre, sólo que nunca lo va a conocer. Mamá dice que está harta de tener maridos, aunque sigue interesada en los hombres. Es sólo que no quiere que vivan aquí. Ahora mamá tiene dinero, sabe cómo ganarlo sin trabajar de puta, así que no necesitamos más hombres en casa, le basta con que vengan de visita. A mi hermano no le gusta que mamá haya sido puta porque eso le obligaba a pelearse con otros niños cuando le llamaban hijo de puta. Antes eso no me gustaba ni lo entendía bien, porque cuando la gente se enfada llama hijos de puta a todo quisque, sean putas sus madres o no, que suele ser que no. Ahora lo veo de otra manera.

Ser puta no debe ser tan malo, porque las mujeres tienen envidia de las putas y a los hombres les gustan. No hay más que ver las caras que ponen las madres y los padres cuando mamá viene a recogernos, sobre todo si está de paso para ir a una fiesta y va vestida para la ocasión, que yo la he visto llegar, sonreir, saludar y al cabo de poco ya hay tres o cuatro parejas de padres riñendo por lo bajo, que la tensión se palpa en el ambiente.

Hasta hace poco creía que en casa simplemente teníamos dinero, pero hoy creo que mi madre es una mujer importante. Marisa, la chacha, dice que ha conocido a muchos peces gordo y que, a pesar de que sale mucho por la televisión, es una mujer que vale más por lo que calla que por lo que dice.

Mi hermano y yo somos muy diferentes. Él siempre que oye o ve algo que le gusta o que no va y lo larga, si se enfada grita, es muy hablador, muy gritón. Yo soy muy callado y no me arrepiento de serlo. En una casa como la mía uno se entera de muchas cosas si es callado y si se mueve silenciosamente. Por ejemplo, aunque me voy pronto a la cama, suelo quedarme leyendo hasta tarde. Tengo buen oído y cuando suena el timbre por la noche suelo asomarme a la escalera y veo qué visitas recibe mi madre.

Cuando viene a Madrid, Tommaso siempre pasa la noche en casa. Viene siempre tarde y mi hermano, que es un lirón, ni siquiera sabe que existe, pero yo lo conozco bien hace tiempo. Hace poco lo he visto salir por la tele, vestido con faldones rojos, con una gorrita en la cabeza, hablando con otros que iban vestidos como él, y era que estaban reunidos para elegir al nuevo Papa.

Marisa también es habladora, aunque no es gritona. Suele comentar cosas de mamá con la cocinera cuando cree que nadie más la escucha. Un día la oí decir: Como algún listo se entere de la cantidad de grabaciones que tiene esa mujer guardadas en el sótano se va a montar un problema de Estado. A veces pienso que si yo fuera mujer también sería puta.

sábado, marzo 04, 2006

El cuento de Mati.


- Hola, gato.
- Hola, Mati.
- Esta vez soy yo el que quiere escribir un cuento.
- Pero, Mati, tú eres ágrafo, no tienes costumbre. ¿A qué viene esto ahora?
- Yo puedo escribir un cuento por lo menos tan bueno como los que escribes tú.
- No lo sé, Mati, nunca he leído nada tuyo.
- Además, no puede ser difícil, si haces que sea lo bastante corto.
- Tal vez. Pero sí es importante que tengas una buena idea. Y será mejor que sepas de antemano cómo va a terminar.
- O no. A lo mejor basta con ponerte a escribir y dejar que las ideas vayan llegando.
- Eso puede funcionar, a veces. Pero a mí me pasa pocas veces. La verdad es que da gusto notar cómo el cuento se escribe sólo. Parece como si uno se se enterara de la historia después de que las palabras aparezcan en la pantalla, como si alguien dentro de uno fuera quien la estuviera escribiendo. A mí me pasa con mis demonios. Pero, con frecuencia, no funciona así. Por eso es mejor saber qué vas a escribir. Al fin y al cabo, eso no impide que aparezca el demonio de turno, que te quite la pluma de la mano y que compruebes con asombro y regocijo cómo el cuento toma su propio camino, cambia tus previsiones y se escribe sólo. Y casi siempre es para mejor.
- Bueno, yo voy a empezar.
- Bien inténtalo. Pero, hazme caso, parte de una idea. Aunque luego la cambies. O se cambie ella sola.
- Está bien. Se trata de un asesinato.
- Ajá. Veamos: inicio que haga atractiva la lectura. Perfil y breve descripción de la víctima. Situación en el tiempo y el espacio. Contexto. Arma. Móvil. Sospechoso o sospechosos. Perfil y breve descripción del culpable. Momento en el que se conoce al culpable. Remate del cuento. Final con sorpresa. Bucle o guiño con vuelta al inicio del cuento (Cuento redondo). Fin. Lectura y primer repaso. Corrección de errores. Segundo repaso. Últimas correciones. Final definitivo.
- Eh... ¿estás intentando confundirme o disuadirme?.
-No, Mati, es que las cosas son así, es mejor asegurarse de que hay agua antes de tirarse a la piscina. Dime, ¿cómo empieza tu cuento?.
- Es una vieja que vive sola. He pensado en matarla envenenándola de una manera original. Con nicotina. Con parches de nicotina.
- Las viejas que viven solas se pueden tirar meses muertas sin que nadie las eche en falta, así que tendrás que hacer algo al respecto. Si nadie lo solicita, es muy habitual que vayan directamente a la tumba sin pasar por la sala de autopsias. Total, lo natural es morirse de viejo y una vieja es eso, vieja. También tendrás que hacer algo al respecto. Si no recuerdo mal, los parches de nicotina contienen un máximo de 0,94 miligramos de sustancia activa. La dosis mortal de nicotina está sobre los 60 miligramos, así que vas a necesitar unos setenta parches de cinco por seis centímetros, lo que hacen una superficie de unos setenta por sesenta centímetros, algo así como media espalda. Guau, resulta laborioso. Si quieres que parezca suicido o envenenamiento accidental, hay que ponerlos en la tripa y en los costados. Si hay que colocarlos por la fuerza, ¿cómo lo vas a hacer? Tendrás que atar a la vieja o darle algo que la deje sopa. Luego, ármate de la paciencia: la nicotina de los parches se libera poco a poco, piensa que están fabricados para que su efecto dure muchas horas. O sea, que no morirá de golpe. Quizá tengas que recalcular la dosis mortal al alza, porque conforme la nicotina entra en el organismo éste intenta eliminarla, de modo que tal vez no se alcanza nunca la concentración suficiente en sangre. Si la toma por boca, vale, sesenta miligramos y a otra cosa, sobre todo si es canija y flaca. Eso parece más sencillo. Aquí el problema es conseguir una dosis concentrada. Habría que recurrir a los preparados comerciales como insecticidas, pero no se venden en cualquier sitio, y no a cualquier persona. Para los venenos que se absorben a través de la piel sería más sencilla una trama en la que una joven se pone bronceador o crema hidratante debidamente envenenada. Yo que tú la mataría de otra manera.
- Está bien, es demasido complicado, probemos otra cosa.
- Hagamos que ella se compre un deportivo rojo. Su único sobrino, viendo que peligra su herencia si la vieja sigue con sus excentricidades, decide matarla.
- Sí bueno, parece una idea mejor.
- Mucho mejor. Veamos cómo.
- Cómo qué.
- Cómo la mata.
- Ah. Es que no sé... Podía serrarle los frenos al coche, pero lo mismo vale una pasta y siempre sería una pena mandar al diablo un coche nuevo tan bonito.
- Contando con que lo mismo el coche se destroza, ella sale ilesa, demanda al taller, los peritos revisan el coche, lo que quede de él, y descubren el pastel, con lo que matarla se pone un punto más difícil. Es lo que tienen las viejas: que son difíciles de matar.
- Bueno, pues, entonces, hagamos que su sobrino la coja por las patas cuando está tendiendo la ropa y la tire al patio interior.
- Mala idea, por los mismos tendedores. Ya estoy viendo a la vieja cayendo, rebotando de tendedor en tendedor para ir a caer en los brazos de un vecino al que contarle, allí mismo, que su sobrino la ha tirado por la ventana.
- Los tendedores, claro... buf, qué lío.
- ¿Por qué no le das morcilla? Es sencillo. A la vieja le gustan las morcillas. Es más, la vuelven loca. Así que su sobrino le lleva una de esas morcillas que le acaban de regalar y que él no puede tomar por aquello del colesterol. Lo ideal es que la vieja esté tomando un anticoagulante y que la morcilla lleve, precisamente, ese mismo anticoagulante, pero en cantidad. Lo lógico es que la mate una hemorragia cerebral, así que el forense, como ya tiene una causa para la 'muerte natural' en una vieja, no va a ir mandando el contenido del estómago a tóxicos. Es fácil, sencillo, cómodo, limpio y no deja rastros. Si
se hace autopsia y análisis toxicológico, cualquiera diría que fue la propia víctima la que se envenenó, intencionadamente o por error.
- Bien, eso puede servir.
- Conviene que te hagas con un poco de vocabulario técnico. El anticoagulante tiene un nombre químico y conviene que lo repitas: dicumarínico.
- Cumarínico.
- No. Dí dicumarínico.
- Didicumarínico.
- No joder, Mati, estás tonto: De, i, ce, u, eme, a, erre, i, ene, i, ce, o.
- Bueno, mejor me lo escribes luego. ¿Qué viene ahora?
- Ahora tienes que decidir cuándo se entera el lector de que el asesino es el sobrino: si desde el principio o sólo al final. Si lo haces al final, puedes tener opción a una historia de intriga y suspense. Si lo haces al principio, tienes que dejar un elemento sorpresa para el final.
Entonces fue cuando Mati comenzó a mirarme de una manera rara. Tenía el ceño fruncido y se notaba que estaba haciendo un enorme esfuerzo mental. Estuvo así mirándome un rato. Luego abrió muchos los ojos y me habló.
- ¡Joooder, gato, joooder! ¡El pescatero, gato! ¡Tú lo sabías, gato, no lo niegues! ¿Cómo te enteraste de todo?
En efecto, hacía cosa de un año la tía del pescatero, una vieja sarmentosa y enérgica, con una salud de hierro, había fallecido repentinamente dejando toda su herencia a su sobrino y único pariente, pocos días después de haberse comprado un deportivo nuevecito.
- Bueno, Mati, el hombre sufría viendo que su herencia peligraba, así que yo le dí unas ideas.
- ¡Jooder, gato! ¡Le dió unas ideas, dice! ¡Jooder, gato! ¡Y él la mató, gato, es un asesino! ¡A la policía! ¡Hay que ir a la policía!.
- Mati, traquilízate.
- ¡Ni tranquilo ni hostias! ¡Yo lo denuncio! ¡Lo voy a crujir!
- Mati, ni tú ni yo sabemos nada. Y si tú dices que lo sabes tendrás que explicar por qué lo sabes o cómo lo sabes. ¿Qué vas a decir? ¿Que te lo ha contado un gato?
- ¡Pues haré una denuncia anónima!
- Ella fue incinerada, hace un año, y sus cenizas están dispersándose por los siete mares. No hay pruebas, Mati, no hay nada que hacer, así que cálmate. Lo mejor será que calles y que no hagas enfadar a un tipo sin escrúpulos como él. La historia que tuvo con Hortensia es agua pasada, créeme, así que olvida tus estúpidos celos y llévame a la pescadería. Es hora de recoger mi ración de los viernes.