sábado, abril 29, 2006

Alimañas


Lo iban a soltar ya. Yo sabía que no cumpliría ni la mitad de la condena, pero me sorprendió que lo soltaran tan pronto. Tanto que casi no estaba preparado. No perdí un minuto: tendría que ser ahora. Guardé el móvil y me puse en marcha. Impaciente, me acerqué hacia los patios de los bloques sur y en seguida la ví: todavía estaba allí, con sus amigas, donde la música. Pasé de largo y me interné en la senda que bordeaba el maizal. A la mitad del campo giré hacia la izquierda. Me situé en la sexta hilera, justamente la que ella tomaba como camino para volver a su casa. Le gustaba perderse allí, siempre en esa fila. Ocultarse metódicamente. Ocultarse. Permanecer entre las sombras. Sentirse acogida por la oscuridad, practicar el engaño, el disimulo, cultivar gustos de alimaña, de alimaña hija de alimaña.

Esperé. Mientras esperaba, lo que quedaba de mí vigilaba mi propio interior. No iba a tolerar que un rescoldo de compasión debilitara mi determinación: yo era el alimañero y tenía que hacer mi tarea, ni más ni menos. A la hora de siempre la oí caminar. Dí un paso atrás y esperé. Dejé que avanzara un paso más de donde yo estaba y entonces me lancé sobre su espalda. Tenía sólo doce años, pero se debatía con una fuerza que me sorprendió. Intentaba gritar, pero estaba muda de pánico, no podía emitir más que un susurro ronco. Al principio me divirtió su resistencia, vas a querer ser sirena, le dije, y entonces, en uno de sus manoteos, me abofeteó. Eso me puso de mal humor. Estoy perdiendo el tiempo, pensé, así que la golpeé hasta que se quedó quieta. Entonces le quité la ropa interior. Llevaba una especie de pantaloncito con puntillas, que me pareció caro y poco adecuado para su edad. La desfloré rápidamente y eyaculé enseguida. Ella seguía inmóvil. Le aparté el pelo de la cara. Tenía los ojos abiertos y la mirada apagada: ella estaba muerta, yo temblaba. En ese momento conocí cómo de difícil es matar ese último resto de uno mismo que, a pesar de todo, queda vivo, agazapado, dentro de ese yo que no es sino un cascarón vacío.

Me fui. Mis planes no habían cambiado. Al alejarme hacia mi casa pasé junto al campo inculto donde había empezado todo. Al principio no pensé en eso, pero luego ví las amapolas mezcladas con cizaña. Poco antes le había hablado de la cizaña a Elisa,Lolium Temulentum, le dije, cizaña, una gramínea tóxica, comer su harina afecta al sistema nervioso, por eso se apellida así, porque temulentus es borracho en latín. Aquel día en que todo cambió yo la esperaba en ese mismo sitio. Miraba la cizaña y las amapolas y esperaba a Elisa. Pero de repente el mundo se apagó y yo desperté un rato después con una dolor de cabeza espantoso. No podía moverme. Estaba firmemente atado de pies y manos. Sólo alcancé a levantar la cabeza a tiempo de ver a esa hiena con los pantalones bajados, forzando a Elisa, que nunca lo superó. Yo tampoco lo superé. Nuestra pareja se rompió. Nos convertimos en dos fantasmas a los que todos evitaban. Ella se recluyó en un sanatorio donde vegeta sola, insomne y en silencio. Yo acabé por terminar con todo lo que que quedaba de humano dentro de mí y planeé mi venganza.


Llegué casa con mis recuerdos a cuestas. Me afeité la cabeza y la barba, repasando todo lo que debía llevarme y recordando lo que dejaba atrás. Esa foto en el Faro de la Aguja, las otras fotos,las del Monte de Entrecaminos, la de la Cruz del Conjuro, el neceser de piel, la agenda, las caracolas de Elisa, los papeles, mis pipas de espuma... Me embutí el traje de cuero. El revólver, la navaja automática, las esposas, todo estaba preparado. Ya estaba oscuro. Cerré la puerta principal y apagué las luces. Salí por la puerta de atrás y crucé campo a través. Tenía la moto escondida, bien lejos.

Luego hablé con él, por teléfono. Imposté la voz y hablé con acento del norte. No me reconoció. Yo sé quien, cuándo y donde. Yo también. No, tú crees saberlo, como cree saberlo la policía, pero aunque lo sepas yo sé el cómo, el cuando, el dónde. Yo tengo toda la información. Puedo dártela si aceptas hacer algo por mí. Nos vemos y hablamos.

Nos vimos. Yo era un desconocido con toda la cabeza afeitada, gafas de sol y piel cetrina. Él había venido solo. Lo había visto llegar. Paré la moto, le hice una seña con la mano y, sin volverme, volverme entré en un viejo almacén abandonado. Me quedé mirando hacia arriba, sin girar la cabeza, con los brazos en jarras, escuchando hasta volver a oír sus pasos, que un momento antes se habían detenido, síntoma de que el tipo tenía sus dudas. Me volví con la pistola en la mano. Le disparé en la rodilla y él cayó aullando de dolor.

Le esposé a una tubería. Le expliqué lo que le había hecho a su hija. Me importaba que lo comprendiera. No sé si lo entendió: estaba demasiado ocupado suplicándome por su vida. Le disparé de nuevo, esta vez al tobillo de la pierna sana. Él volvió a aullar y siguió suplicando. En ese momento su hija, su mujer, el mundo entero, le importaban una mierda. Sólo quería salvar su pellejo y había dejado de escucharme. De pronto, sentí tanto asco que decidí acabar con él y le metí dos balas en la cabeza.

Sabía que su mujer no tendría protección policial eternamente. Esperé. Cinco semanas después, embutido en un mono azul con el logotipo de la compañía de teléfonos, llamé a su puerta. La línea, le dije, tengo que comprobarla. Abrió. Me quité las gafas de sol y la miré. Me reconoció. Su cara reflejaba un intenso terror. Jadeó roncamente, tembló, dió un paso atrás para apoyarse en la pared. Dí un paso hacia ella. Ella intentó gritar, pero sólo pudo emitir un sonido ronco, igual que hizo su hija. La sujeté, la até, la violé y la maté. Esa noche dormí en su misma cama, como no dormía desde hacía años.

A la mañana siguiente alguien echó abajo la puerta. Para cuando desperté la casa y la misma alcoba estaban llenos de policía. Claro que soy yo, dije, ya saben todo lo que ha ocurrido, no vale la pena que pierda el tiempo en hablar con ustedes: quiero un abogado.

Nunca me hice ilusiones respecto a la justicia. La justicia parece estar concebida para comprender al culpable, para aliviarle a él, para curarle, para reinsertarle. Es como si los jueces sospecharan que, el fondo, los culpables han sido inducidos de alguna manera sutil, retorcida y perversa, por las propias víctimas, que serían, en el fondo, las culpables. Cuando los jueces no son severos con los culpables, créanme, es porque se identifican con ellos, casi porque envidian al culpable, que osó hacer aquello que ellos desean sin atreverse a realizarlo. Eso explica por qué los comprenden con tanta facilidad. Por esa razón me decidí a seguir adelante. Ahora veríamos si estaban dispuestos a comprenderme a mí.

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