viernes, noviembre 11, 2005

Entre dos mundos.


Jueves, 8 de Setiembre de 2005 - 15:50h.

Ante todo, debo decirles que siempre fui un tipo especialmente escéptico, del modo en que suelen serlo los que, siendo por naturaleza crédulos e ingenuos, son escarmentados tempranamente y con dureza. Es importante que lo tengan en cuenta, porque lo que voy a contarles no es fácil de creer. Ocurrió en una vieja ciudad, una de esas cuyo centro, fortificado en épocas remotas, se encuentra en un terreno sobreelevado. Todavía hoy se conservan parte de las viejas murallas y de sus burgos medievales.

Lo curioso de esas ciudades es que, hasta hace un par de siglos, se construían sobre los escombros de la edificación anterior, destruida por las guerras, los incendios o el paso del tiempo. No se deshacían de todos los materiales empleados sino que, en parte, los volvían a usar, con lo que buena parte de los muros o los cimientos de iglesias y palacios renacentistas, estaban hechos con piedras labradas por artesanos hispanorromanos mil seiscientos años atrás.

Ahora quiero que el lector se detenga por un momento en la encrucijada de unas callejuelas estrechas, húmedas y umbrías, de la vieja ciudad que tenga más a mano. Y que espere a que ocurra uno de esos raros momentos de soledad y silencio en los que el tiempo tiene una oportunidad para detenerse o para volver a recorrer caminos que pertenecen a un pasado remoto. Porque si, en ese momento, aparece doblando la esquina un grupo de monjes de hábitos negros, suena una campana, un grupo de palomas que se ocultaban bajo un alero echan a volar sobresaltadas y el aire trae vaharadas intensas de cera, incienso, estiércol y humo de leña, entonces quizá (y sólo quizá) note el lector que se le eriza el vello de la nuca y percibe que, en ese momento y lugar, le observan centenares de fantasmas del pasado.

En mi segundo año como universitario decidí vivir solo en un pequeño apartamento. Los apartamentos para una sola persona, por alguna extraña razón, han resultado ser siempre extraordinariamente caros, al menos para una economía modesta, como la mía, para la que sólo quedaba la opción de aceptar un piso diminuto en el casco antiguo, deteriorado y carente de comodidades. En realidad, lo que alquilé fue un local diminuto que no estaba acondicionado para servir como vivienda. El dueño me dejó claro que no me lo alquilaba como tal, aunque sugirió que si me empeñaba en dormir y en preparar mis comidas allí, él no iba ponerme pegas.

- Siempre que pagues puntualmente y que el vecindario no tenga quejas, claro.

- Claro.

El vecindario era un tanto siniestro. Incluía una vieja celestina y un herborista con cara como de judío de opereta, un gato tuerto y sarnoso y un viejo galgo que cojeaba siempre al trotar y que empleaba casi todo su tiempo y sus energías en rascarse. Para llegar a mi calle, un callejón sin salida, debía hacer una "z", doblando dos esquinas, a derecha e izquierda. Y siempre, al volver la segunda esquina, sentía cómo los sonidos del tráfico, más que amortiguarse, desaparecían, eran sustituidos por un pesado y hasta inquietante silencio.

Mi nueva casa estaba situada en el piso bajo de un palacete de paredes de casi un metro de espesor, a la que se accedía directamente por una puerta de roble que parecía haber sido abierta mucho después de la fecha de construcción del edificio. Las dos ventanas que daban a la calle tenían unas toscas rejas de hierro con forma de cuadrícula, a prueba de ladrones. En el interior del local había un ambiente húmedo, lóbrego y parecía haberse acumulado polvo de siglos. Había un recibidor que era también sala de estar, un cuarto anejo que tendría que corresponder al dormitorio, y un cuarto absurdamente grande en una de cuyas esquinas se encontraba uno de esos elementos que ahora llaman 'sanitarios', que consistía en una gran pieza de loza gruesa con un agujero en el centro, situada a ras de suelo, que hacía las veces de inodoro y una vieja cisterna situada dos metros por encima del suelo de los mortales. Al lado, se veía un lavabo pequeñito. No se oían siseos de agua y el polvo lo cubría todo. Temiendo lo peor, abrí el grifo del lavabo. Para mi sorpresa, salió agua de inmediato y en abundancia: primero color barro, y pronto transparente. Calculé rápidamente cómo improvisar dos paredes con dos paneles baratos para aislar el futuro baño de lo que sería cocina, cómo y dónde colocar un calentador eléctrico y cómo hacer tomas de agua y salida para humos.

Cuarenta y ocho horas después, gracias a la ayuda de unos amigos, ya tenía mi nueva casa preparada. Sin esperar a más, metí mi camastro, mi armario y mis estanterías y cerré la puerta de la calle. Heme aquí, me dije, solo en mis soledades. Y escuché, una vez más, el imponente silencio de mi nuevo hogar. A la escasa luz de la tarde miré a mi alrededor y tuve la impresión de que entonces podía ver cosas nuevas que antes me habían pasado casi desapercibidas. Las argollas de las paredes no eran ya simples anillas a las que atar las caballerías, sino que se me antojaban más propias de las cadenas de una mazmorra. Los muros de la casa no parecían haber sido enlucidos jamás. La falta de luz desdibujaba cada vez más los límites de la estancia.

Me asomé a la ventana que daba al patio interior. Ví que tenía un borde empedrado a todo lo largo de los muros, pero su parte central estaba tapizada por hierba. Oí como mi vieja vecina gritaba no se qué reproches a alguien y fue entonces cuando ví a una joven rolliza, con el cabello despeinado y sucio mal envuelto en un paño gris, aparecer en la ventana de enfrente a la mía comenzar a amasar enérgicamente lo que parecía masa para hacer pan. Me sorprendió que la joven luciera uno de esos escotados modelos de ventera cervantina y noté que me molestaba no ser capaz de percibir el aroma de la harina ni de ver a través de esas nubes de polvo de trigo que flotaban en molinos y tahonas de antaño y que yo echaba de menos en ese momento. En su lugar, sólo era capaz de percibir insistentemente ese olor a húmedo, a cuarto cerrado por los siglos de los siglos.

Intenté atraer la atención de la moza. Le sonreí, la saludé moviendo las manos. No me veía. Esperé a que levantara la cabeza, confiando en que la luz ambiente aún fuera bastante para verme y volví a saludarle. Entonces me vió. Su cara adoptó una expresión de alarma y cerró rápidamente la ventana. No quise insistir, así que yo hice lo mismo. Al cerrar la ventana noté que la luz dentro del cuarto era ya muy escasa, así que me dirigí hacia el interruptor. No lograba verlo y no podía encontrarlo a tientas, por más que palpaba las paredes. Un poco enfadado conmigo mismo por mi torpeza, salí de casa en busca de una linterna que guardaba en mi desvencijado utilitario, aparcado tres calles hacia la avenida grande.

Fue entonces cuando me llamó la atención la luz oscilante que asomaba por encima del muro del fondo del callejón, así como el humo, las voces, y el ruido de los cascos de las caballerías sobre el empedrado. Pensé que la llegada de la noche había terminado con el silencio del vecindario y me pregunté si de verdad había hecho un buen negocio al alquilar el local. De vuelta con la linterna en la mano, me dirigí hacia el fondo del callejón. Entonces comprobé que, por la angulación que formaba una de sus paredes, uno de los lados de la calle parecía llegar hasta el fondo, cerrando todo el espacio, pero en realidad no lo alcanzaba y dejaba un pequeño paso por el que cabía holgadamente una persona. Ese paso no era visible hasta que uno había llegado, casi, al final de la calleja.

A pesar de que muchas de las cosas que me estaban ocurriendo me parecían extrañas y de que olor a humedad, a cieno, a podredumbre de viejísima tumba, me había seguido incluso fuera de mi casa, encendí mi linterna y, sin pararme a pensarlo, avancé hasta doblar la esquina. Súbitamente, ví cómo estaba siendo contemplado por varias docenas de personas que, en cuanto me vieron, quedaron mudos por la sorpresa. Mi entrada en escena había tenido lugar en una pequeña plaza empedrada de una ciudad castellana ... en pleno siglo XVII.

Recé para que ocurriera, pero nadie gritó '¡corten!, ni ¡maldita sea, que alguien saque a ese idiota de ahí, hay que repetir la toma!; y la puesta en escena era demasiado cara para tratarse de uno de esos programas de 'cámara oculta'. Estaba paralizado. 'Date la vuelta', me decía a mí mismo, 'retrocede despacio, date la vuelta y sal corriendo por donde has venido'. Con todo cuidado, dí un paso hacia atrás. Nadie se movió. Dí un segundo paso. Todos siguieron inmóviles. Entonces me volví tan deprisa como pude y me lancé corriendo desesperado hacia el hueco por el que había venido. En ese momento fue cuando choqué de lleno contra el muro recibiendo un golpe terrible en la frente: el estrecho paso por el que había llegado un momento antes, había desaparecido.

No perdí el conocimiento, pero quedé bastante aturdido. Unos tipos vestidos con jubón y bombachos acuchillados, de colores verde y naranja, con espadas y alabardas, coraza y casco, me levantaron y me arrastraron hasta un palacete próximo, donde fui interrogado y acusado de brujería. Todavía atontado por el golpe, recibí la visita de tres monjes, dos de ellos perpetuamente encapuchados, siempre un paso por detrás de su superior, que fue quien se dirigía a mí y me interrogaba. Tenía una mirada fría y una sonrisa repulsiva que mostraba unos dientes podridos y un aliento fétido que me provocaba náuseas cuando me hablaba. Y lo hacía mientras llevaba su mano a mi entrepierna y me restregaba y me apretujaba los genitales. Mis muñecas, atadas, no me permitían zafarme de su presa y a duras penas si podía apartar la cara para evitar su aliento.

Yo asistía horrorizado a todo el proceso: no era posible que todo eso me estuviera ocurriendo a mí. Y sin embargo, los acontecimientos, como si tuvieran voluntad propia y desearan dejar claro hasta qué punto la realidad se había vuelto contra mí, se sucedieron a un ritmo galopante. Pude ver cómo el público, encantado de poder asistir al espectáculo, se apresuraba a hacer acopio de ramas secas y húmedas con las que alimentar la hoguera y cómo hacían entrar con todo y sus sambenitos, a los judaizantes, moriscos, herejes y libertinos de turno, a los que habrían de azotar, pasear en asno al revés para su pública vergüenza y escarnio, colocar en el cepo al alcance de los infamantes proyectiles de la cristianísima chusma, a modo de aperitivo de la ejecución de todo un brujo venido de los mismísimos infiernos, como lo demostraba ese artilugio diabólico de la linterna que iluminaba sin llama, que todos vieron funcionar y cuyos restos allí estaban, como prueba rotunda que me condenaba y que a todos eximía de la necesidad de un juicio.

La llegada de todos aquellos desgraciados, aunque menos infortunados que yo, me libró por un momento de la presencia insoportablemente opresora del siniestro frailuco para, de inmediato, arrojarme a las llamas de una hoguera con mucho más de humo que de fuego. En mi mente seguía reverberando la idea de que todo eso no podía estarme ocurriendo a mí, al tiempo que me asombraba de que el humo me produjera una enorme irritación en la garganta y me impidiera respirar, pero no me provocara ganas de toser. La sensación de ahogo y de escozor, de quemazón en la garganta se hacía más y más insoportable por momentos ...

- ..., eso es, ahora voy a retirarte el tubo traqueal y cuando lo haga quiero que expulses todo el aire ... así, perfectamente. ¡Moncho, ya se ha despertado el estudiante!

El estudiante resulté ser yo. Estaba en un hospital, en una sala de esas de cuidados intensivos. Y eso tampoco me podía estar sucediendo a mí. Aunque en realidad resultó que sí, que eso era precisamente lo que me pasaba.

- ¡Querido estudiante, bienvenido al mundo de los vivos! O de los conscientes, como quieras. Como ya habrás adivinado has estado muy, pero que muy malito. Tanto que hace sólo seis días nadie daba un duro por ti. Llevas semanas coqueteando con la muerte. Nuestro chicos de los laboratorios te están muy agradecidos. Nunca les había visto tan excitados, porque nadie que conozcamos ha sido capaz del contraer una infección pulmonar por tantas clases de hongos como la que has padecido tú, con todos esos bichos exóticos, tan extensa y tan grave. Los de farmacia están también a punto de salir en el Guinness, porque nunca habían preparado unos 'cócteles' tan tóxicos como los que te han salvado el pellejo. Y, mismamente, aquí las chicas de la UCI y un servidor, flipan igualmente porque, según parece, esos hongos diabólicos fabrican una clase de neurotoxinas que provocan alucinaciones de arte mayor, algo fuera de lo común.

- No me acuerdo de nada ...

- Te encontró un vecino en un callejón sin salida. Aseguró que ibas con una linterna encendida en la mano, corriendo como un poseso y dirigiéndote en línea recta contra el muro del fondo, contra el que te estampaste sin hacer nada por evitarlo. Decía que era como si el muro fuera transparente para tí, o como si hubieras enloquecido de repente. El caso es que llamó a una ambulancia, recogieron tus pedazos y te trajeron aquí.

- El callejón ...

- El callejón seguirá allí cuando te recuperes. Pero ahora hay otras cosas más importantes que tratar. Tengo una hipótesis que me gustaría confirmar respecto al origen de tu infección. El vecino que te encontró dice que creía que habías pasado mucho tiempo dentro de un local muy húmedo y mal ventilado. Que creía que querías acondicionarlo para vivir allí. Sabes, si es cierto lo que cuenta, ese lugar es tan insano como esas cuevas en las que el aire está completamente contaminado por el polvo de las heces de murciélagos, del que se alimentan cierta clase de hongos. ¿Crees que tu caso puede ser parecido?.

- No sé ... en mi casa no había murciélagos. Pero es verdad que el aire tenía ese olor ...

- O sea, que va a ser que sí. Mira, desde ahora te digo que no debes volver a ese tabuco inmundo por mucho que te apetezca hacerlo. Si no te queda más remedio, ponte una mascarilla, una buena mascarilla, no un simple pañuelo. A propósito, a los del laboratorio les encantaría visitar tu pisito y tomar unas muestras. Eso serviría para confirmar la causa de tu problema.

Una semana después me siento aturdido y débil, pero ya estoy de vuelta en el mundo de los sanos. Provisto de una mascarilla cara y voluminosa, he vuelto a casa. Antes de doblar la segunda esquina que daba a mi calle, he visto cómo tres frailes de hábitos negros caminan por la calle, dirigiéndose hacia mí. No debería sorprenderme: hay un convento muy cerca y es normal que, muy de vez en cuando, algunos monjes se dejen ver. Lo que me ha alarmado es que los tres llevan la capucha cubriendo su cabeza cuando, siempre que hace buen tiempo, la llevan descubierta. De inmediato he girado hacia mi calle, acelerando el paso y sin volver la vista atrás.

La adrenalina ha hecho su trabajo y el corazón se me ha puesto a latir tan deprisa que el pecho ha comenzado a dolerme, la ansiedad me ha hecho jadear y la boca se me ha puesto tan seca que la lengua se me ha vuelto de papel de lija. He entrado y he cerrado la puerta de golpe. Me he quedado apoyado contra la puerta, atenazado por el miedo. He pegado la oreja contra la madera, me he quedado muy quieto, intentando averiguar si los tres encapuchados han pasado de largo y he vuelto a notar ese espeso silencio que tan bien conocía y que tan poco me gusta ahora. Haciendo acopio de todo mi valor, me he asomado muy despacio a la ventana que da a la calle y entonces he vuelto a ver a los tres frailes, caminando despacio, calle arriba y abajo, montando guardia frente a mi puerta.

Aterrorizado, me he dirigido hacia la ventana del patio y la he abierto. La muchacha que amasaba pan sigue hoy cumpiendo con su cometido y continua afanándose sobre la masa. He movido los brazos, pero ella, con la vista fija en la masa, no me ha visto. He querido gritar, pero me he quedado ronco. Entonces he golpeado la ventana con una escudilla de madera. La muchacha me ha mirado y de nuevo he intentado hablar, pero no he podido emitir el menor sonido. Cuando he intentado hacerme entender con gestos ella, llevándose la mano a la boca y descomponiendo su expresión, ha comenzado a sollozar y ha cerrado la ventana apresuradamente.

Ahora, habiendo recobrado paradójicamente la serenidad, quizá por haber perdido la esperanza de volver al mundo del que vengo y a la cordura, me doy cuenta de que la aparición de los tres frailes me ha hecho perder la cabeza y he olvidado ponerme la mascarilla. Vuelve el silencio pesado y espeso, el olor a humedad es más fuerte que nunca, cae la tarde, escasea la luz y yo compruebo sin demasiada sorpresa que no logro encontrar el interruptor de la luz ni la máscara que he traído conmigo y que no sé ni si llegué a traer hasta aqui adentro o si la dejé caer antes de entrar en casa.

Perdido entre dos mundos, a la luz de un candil que no sé de donde ha salido, con un recado de escribir que se me antoja medieval y que no sé cómo ha llegado hasta aquí, dejo escritas estas mis desventuras con la esperanza de que alguien llegue a leerlas y a entender qué fue de mí aunque, a decir verdad, no sé a ciencia cierta qué me espera. Ahora quisiera saber a qué dios rezar, qué palabras pronunciar y qué gestos hacer para conjurar mi destino, sea éste el de la muerte en la fogata o el de volver a recorrer, una y otra vez, este camino desquiciado entre dos épocas, de la hoguera al hospital y del hospital a la hoguera.

Quien llegue a leer esto debe pensar que si, alguna vez, le ocurre uno de esos raros momentos de soledad y silencio en los que el tiempo tiene una oportunidad para detenerse o para volver a recorrer caminos que pertenecen a un pasado remoto; si, en ese momento, aparece doblando la esquina un grupo de monjes de hábitos negros, suena una campana, un grupo de palomas que se ocultaban bajo un alero echan a volar sobresaltadas y el aire trae vaharadas intensas de cera, incienso, estiércol y humo de leña, piense en el horror que se puede esconder detrás de una escena tan lírica, en el horror de una de esas experiencias que uno cree que nunca podrían estarle sucediendo a él.

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