viernes, noviembre 11, 2005

Penitencia.


Jueves, 8 de Junio de 2005 - 14:18h.

De esto hace como cuarenta años. La víctima era una buena mujer, prima de la sacristana, que estaba enferma y hacía semanas que no podía ocuparse de las cosas de la iglesia. Mi compañero Luis y yo éramos los monaguillos. Teníamos ya catorce años, edad casi provecta para estos oficios, pero lo hacíamos con gusto ya que nuestra actividad se veía recompensada con algunos privilegios de los que disfrutábamos durante las fiestas del pueblo. La pobre Sagrario, una joven bastante poco agraciada y más bien corta de luces, se había aficionado a las novelas de Ponson du Terrail, tan disparatadas como inextricables, de trama tan complicada que hasta el autor perdía el hilo y con frecuencia se veía obligado incluso a resucitar al protagonista que había muerto (pero no) en el capítulo anterior.

Esa clase de novelas nos gustaban a todos. Editadas y puestas a la venta por entregas, en nuestros respectivos hogares no había sitio para ellas, ya que ni padres ni abuelos consideraban que esa clase de gastos estuvieran justificados. Pero el cura no tenía padre ni madre que le llevaran la contraria y a él le gustaban, y mucho, les romans policiers, sobre todo las aventuras de Rocambole. Y como se lo podía permitir, el hombre había adquirido en una librería de viejo de la capital, una docena de tomos que guardaba como oro en paño en su pequeña biblioteca profana, a la que todos, sobre todo los monaguillos, teníamos vetado el acceso.

El cura era un elemento atípico. Jamás se le veía sin sotana, pero era raro verlo con una sotana limpia y nueva y con frecuencia iba despeinado y hasta con la camisa medio desabrochada y luciendo pelo en pecho. También era un hombre bronco, partidario de abofetear primero y preguntar después, lo que, por cierto, entonces estaba bien visto. Además era un gran cazador y, cuando no era veda, era el primero en participar en toda clase de batidas.

A la pobre Sagrario el cura la intimidaba. Nosotros vimos enseguida que era crédula en extremo y de por sí muy supersticiosa, de modo que nos empeñamos en irla convenciendo de que nuestro cura practicaba la magia negra y era, en realidad, un brujo discípulo de Satanás. Era inconcebible que cualquiera aceptara tal disparate, pero a pesar de eso, o quizá precisamente por eso, ella acabó por sospechar que quizá podríamos tener razón.

El caso es que Sagrario había tomado la costumbre de leer los libros del cura a escondidas. Era una vieja edición de páginas que amarilleaban y se oscurecían por los bordes, que fue de calidad en sus tiempos y que aún se conservaban bastante bien. Las tapas duras estaban forradas de tela, pero la cola se había desprendido casi del todo; las tapas y las guardas, en algunos volúmenes, iban un poco cada una por su lado y a veces los cuadernillos bailaban entre los hilos cortados y flojos. Un poco chocados por su atrevimiento (nosotros quizá no hubiéramos osado), le dijimos un buen día que los libros estaban hechizados por el cura y que ellos, los libros, verían la manera de acusarla ante el cura. La buena mujer estuvo dudando sobre si seguir leyéndolos o no, pero esas historias eran demasiado absorbentes y ella prosiguió sus lecturas clandestinas. Escamados ante tanto valor por su parte, decidimos darle un escarmiento. Como nuestro maestro era todo un bibliófilo, nos enseñó a algunos de los alumnos cómo ingeniárnoslas para restaurar viejos libros, así que decidimos poner en práctica nuestros conocimientos. En la primera oportunidad, tomamos el volumen que estaba leyendo Sagrario y comenzamos a soltar cuadernillos del cuerpo principal con apenas una cuchilla de afeitar para cortar la cola. Luego, desanudamos y sacamos los hilos y cambiamos el orden de las hojas, volviéndolas a coser con todo cuidado.

En la primera oportunidad nos presentamos en la sacristía con la excusa de pedirle al cura que nos llevara de caza con él. Como era de esperar, se negó en redondo, cogió sus escopetas y salió a buscar a sus perros. Nosotros suspiramos, entramos en la sacristía y nos sentamos con cara de no haber roto un plato en la vida. Al cabo de poco, cuando ya se había asegurado de que el cura había salido con sus perros y sus armas y estaba claro que ya no volvería hasta tarde, Sagrario regresó, momento que aprovechamos para mostrarle una caja de madera con unas figuras esculpidas en la tapa, en las que destacaba una cabeza de chivo. Se trataba de un recuerdo que había traído uno de mis tíos de un viaje a Italia, una pequeña obra de artesanía esculpida a navaja por un pastor. En la tapa, en mayúsculas, se leía " I·L·B·U·C·C·O ", palabra que ni mi compañero ni yo conocíamos. Y dentro de la caja había media docena de obleas teñidas apresuradamente con tinta china el día anterior.

- Mira, Sagrario . Aquí tienes las hostias que usa el cura, para rezar al revés, la misa negra que celebra escondido la noche de los sábados, detrás del altar. Y ¿ves aquí, en la tapa, esta figura? ¡Es el diablo al que las ha consagrado!. ¿No me crees? Pues tómate una de ellas y verás al diablo.

- No hace falta ni que te la tragues. Sólo con tocar una con la punta del dedo el diablo se te puede colar en el cuerpo. ¡Vamos, toca una!, dijo Luis acercándole la caja. Bueno, no hace falta que des esos respingos. Dejaré la caja donde estaba.

- ¡Dejadme en paz! No me asustáis. Largáos. No tenéis nada que hacer aquí.

- Está bien, dije yo. Pero antes, y para que luego no digas que no te advertimos, ven a ver las huellas del diablo detrás del altar.

La llevamos hasta allí y, a la luz de las velas le mostramos las huellas del diablo que el día anterior habíamos dejado preparadas.

- Mira, aquí se ven muy bien las huellas de la pezuña partida del diablo.

Sagrario estaba espantada. Frenética, dió media vuelta y regresó al cabo de un momento, toda temblorosa, con el cubo y el trapo de fregar y, en un momento, limpió las huellas. Sin detenerse, tomó las llaves de la iglesia, cerró la puerta principal y nos hizo entrar en la sacristía.

- Y ahora, dijo, largáos de una vez.

- ¿Seguro que quieres que nos vayamos? ¿No estarás mejor acompañada? Si tú estas con nosotros, seguro que no haremos ninguna barrabasada.

- Bueno, quedáos. Pero formales, ¿eh?. Sobre todo tú, Tico, dijo dirigiéndose a mí.

Entonces suspiró y, ya más tranquila, tomó la novela que estaba leyendo. Comenzó a hojearla. Nosotros mirábamos su cara y veíamos cómo pasaba de la extrañeza a la alarma y finalmente, al más puro terror. En pocos segundo vimos cómo se abrían sus ojos, sus pupilas se dilataban y comenzaba a temblar de manera incontenible. Intentaba hablar, pero sólo acertaba a abrir y cerrar la boca sin poder emitir sonidos. Por fin, comenzó a balbucear:

- Lalalalalalala ...

- ¿Qué te pasa Sagrario ?

- Lalalalalalalas... lasssss... lassss... páginassss ...

Vaya, le había dado fuerte. Estuve tentado de contarle la verdad, pero decidí que no haría falta: ya se le pasaría.

- Las páginas, sí las páginas, ¿qué les pasa?

- Déjamelas ver, dijo Luis

- Sí, a verlas. ¿Qué les pasa?

- Dedededededesordenadassssss ...

- Ah, sí, mira están desordenadas. ¿Y qué ?

Le costó un buen rato, pero por fin nos explicó que la última vez no estaban así y que a ella eso le parecía cosa de brujas. Nosotros primero le dijimos que sería un libro defectuoso ya desde que lo imprimieron, pero ella insistía en que no. Así que la convencimos que el cura, de todas maneras, ya había leído aquelas novelas y no iba a volverlas a mirar más, por lo menos, mientras fuera temporada de caza. Y que si las miraba que ya le diríamos que habíamos sido nosotros, y no ella. Y para tranquilizarla nos la llevamos a la cocina con la excusa de darle a beber un poco de agua, lo que resultó imposible porque la pobre no dejaba de temblar. En ese momento yo estaba un poco preocupado, pensando que habíamos ido demasiado lejos, pero esa preocupación dejó paso enseguida a otra mucho mayor: el cura volvía a casa, mucho antes de lo previsto, con un humor de perros, gritándole a sus chuchos toda clase de improperios para que dejasen de ladrar. Bastó que Luis y yo cruzáramos una mirada para entendernos: salimos de inmediato de la cocina dejando a la mujer abandonada a su suerte.

En la sacristía, recogimos la caja de las hostias negras y nos dirigimos a la iglesia. Enseguida recordé que la puerta principal estaba cerrada: no teníamos escapatoria. Sólo quedaba el recurso de buscar un escondite: un rincón oscuro frente a la puerta de la sacristía. Desde donde estábamos oíamos gritar al cura. Sagrario debía estar dominada por el pánico. En efecto, un momento después entró el cura, completamente fuera de sí, arrastrando a la joven al interior de la iglesia. Con seguridad, el cura había visto su libro que había quedado abierto sobre la mesa de la sacristía.

- ¡Estáte quieta y obedece, desvergonzada!. Voy a enseñarte por qué no debes nunca desobedecer mis órdenes. Es hora de que recibas el castigo adecuado, así que prepárate que te voy a penitenciar.

Yo temía que quisiera llevarla al confesionario y que eligiera el que estaba junto a nosotros, pero no fué así. El cura, sujetando a su presa con una mano, tomó los cordones de las cortinas de la capilla de San Roque. Creo que fue entonces cuando empecé a notar un olor desagradable que al principio no identifiqué pero que luego asocié a olor típico a huevos podridos mezclado con un intenso hedor como el que desprende el chivo. El cura ató a Sagrario por las muñecas sobre una gran piedra en forma de mesa que parecía un ara y que siempre había estado detrás del altar mayor. El olor a vapores sulfurosos era ya muy intenso y toda la escena aparecía envuelta en una neblina densa de vapores mefíticos.

El cura volvió a la sacristía y al poco entró de nuevo a la iglesia con un trozo de tizón apagado en una mano y uno de sus libros en la otra. Acercó al altar dos grandes candelabros con doce velones cada uno y puso su libro abierto junto a la joven. Sagrario, en estado de shock, estaba de puntillas, con su vientre apoyado en el borde del ara y los brazos atados por las muñecas a dos barras situadas algo por encima del ara. El cura se desplazaba sin que sus pasos sonaran. Entonces advertí que iba descalzo. Ví cómo tomaba el tizón y cómo trazaba con él un gran pentáculo en el suelo, de más de dos metros de ancho, en cuyo centro apoyaba Sagrario las puntas de sus pies. A su derecha, dibujó un triángulo isósceles invertido con dos espirales de dos vueltas en cada uno de sus vértices superiores. Luego cruzó los brazos sobre el pecho con los puños cerrados y comenzó una letanía que decía:

olam a son arebil des,
Menoitatnet ni sacudni son en te;
Sirtson subirotibed sumittimid son te tucis,
artson atibed sibon ettimid te,
edioh sibon ad munaiditoc murtson menaP.
Arret ni te oleac ni tucis, aut satnulov taif,
MuuT mungeR tainevda,
MuuT nemon rutecifitcnas,
Sileac ni se iuq, restsoN retaP

Y acto seguido, dejando el libro sobre le altar, se acercó a su víctima y le desgarró la ropa de manera que sus pechos quedaron al aire, mientras decía:

- Te humillarás ante Nuestro Generoso Señor y ante él desnuda permanecerás.Y así recibirás tus penitencias.

Remangó las sayas de la joven y la despojó de su ropa interior. Desde donde estábamos veíamos su culo, grande, muy blanco y redondo, que el cura comenzó a azotar con sus propias manos. A cada golpe, las nalgas enrojecían y sus tetas se balanceaban adelante y atrás, como badajos.

- Ahora, da gracias, a tu señor, que acepta ser recibido en tu seno. Y remangándose la sotana, expuso por un instante a nuestros ojos su verga, peluda, larga y negra, como de caballo, con la que desfloró de inmediato a Sagrario. Hasta entonces, la joven había ido acogiendo con un gemido cada uno de los azotes. Pero, en ese momento, gritó y se revolvió, intentando liberarse. El coito prosiguió hasta su consecución. En el momento culminante, el cura exclamó:

- Está escrito que el esperma de Tu Señor es frío como la muerte y, aunque infecundo, es germen de pecado.

Entonces ella, que seguía debatiéndose, logró liberar uno de sus brazos y en una contorsión extrema, manoteó derribando uno de los candelabros.

Las brumas amarillentas impregnaban toda la escena. Incluso desde donde estábamos empezaba a sernos dificultosa la respiración. Pero allí donde se celebraba la misa negra, la caída del candelabro sobre las ropas del cura inició una brusca llamarada que los envolvió a los dos, que comenzaron a arder como antorchas vivas y a aullar desgarradoramente. El cura salió corriendo, pero no alcanzó ni siquiera la puerta de la sacristía. Entonces salimos de nuestro escondite con ánimo de liberar a Sagrario, pero las llamas no nos dejaron acercarnos y ella dejó de moverse en seguida. Los dos cuerpos se quemaban muy deprisa, como si fueran paja seca, o como si estuvieran impregnados de bencina. Salimos de inmediato hacia la casa del cura y bajamos al barranco desde la puerta del corral hasta la orilla del río, envueltos por la maleza. Tiramos al agua las hostias negras. Fue un error. Nunca volví a comerme tranquilo las truchas que mi padre pescaba en ese río.

A la mañana siguiente las viejas beatas dieron la voz de alarma: la iglesia estaba cerrada y ni el cura ni la sacristana daban señales de vida. El alcalde entró a la iglesia con las beatas por la casa del cura y allí, tras el altar, encontraron los esqueletos chamuscados de una persona y de una cabra gigantesca.

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1 comentario:

Anónimo dijo...

muy,muy bueno!!!