viernes, noviembre 11, 2005

La muerte en las palabras.


Domingo, 5 de Noviembre de 2005 - 13:00h.

Cuando llegó la policía encontró en la cama los cadáveres de una madre y de su hijo de seis meses, sin signos de violencia, al padre pálido, profundamente conmocionado e incapaz de reaccionar y a los sanitarios, que habían intentado inútilmente reanimarlos a ambos. También estaba la vecina, que era quien había llamado a los sanitarios. Una vecina que desde aquel mismo instante no se separó de su vecino ni un sólo momento, hasta que la policía le detuvo, lo que ella aprovechó para llamar a un abogado para que le asistiera de inmediato.

Cuando el abogado llegó, él ya se había declarado culpable, aunque insistía, ante los desconcertados inspectores, en que él no la había matado. Contra los consejos de su abogado, que no lograba quedarse a solas con él, lo contó todo. Los problemas tras el parto, las tensiones en la pareja, él insistiendo en que deseaba más hijos, ella diciendo que ése niño era el primero y el último. Por fin, todos se fueron convenciendo de lo ocurrido: él se sentía culpable por haberla empujado a matar al niño y a suicidarse. Aunque nunca pensó que su insistencia en tener más hijos estuviera haciéndole a ella tanto daño. El forense habló pronto con la policía: no había signos de maltrato, nada que indicara violencia. La historia de aquel pobre diablo parecía sostenerse. El fulano, lo que quedaba de él, estaba en la calle, en brazos de su vecina, seis horas después.

* * *


Yo no quería que las cosas terminaran así. No, no quería eso. Pero estaba enferma, enferma de celos. Yo había estado mucho tiempo cerca de él, siendo siempre su amiga para todo, siempre a punto de ser su novia, pero sin llegar a serlo nunca. Estuve años, ¡años! esperándole. Y luego, en quince días, conoce a una niña cursi criada entre algodones, débil, frágil, que ni siquiera era lista, y decide hacerla su esposa sólo porque es mona. Qué tontos son los hombres. Pero yo aún esperaba. Sabía que esa pareja no podía durar. A él le conocía perfectamente. A ella enseguida se la conocía.

Todo empezó por un simple accidente. Yo sabía, lo notaba, que ella no quería hijos. Eso me convenía: una pareja sin hijos es más fácil de separar. Pero ella fue tan torpe que no sólo olvidó tomar una de sus píldoras sino que no supo ni reaccionar a tiempo y ni deshacer lo hecho. Además, él estaba muy ilusionado, así que el embarazo siguió adelante. Entonces comprendí que mis planes podían irse al traste, tuve miedo y me puse furiosa. Muy furiosa.

Desde el principio me hice muy amiga de ella. Estabamos juntas mucho tiempo y le ayudaba con el niño. Ella me lo contaba todo. Un buen día, harta de no llegar a ningún lado, decidí vengarme. Me inventé una historia increíble, de esas que, por serlo, la gente como ella está dispuesta a creer, aunque no tenga ni una sola evidencia a la vista. Le dije que su marido había conocido a otra, una mujer que estaba dispuesta a ser madre soltera, pero que no se decidía por problemas de dinero. Él, que sería el donante de semen, buscó una clínica. El resto lo hizo la ciencia y ni siquiera fue caro: quedó embarazada a la primera. Él le pagó, le dije, antes de todo un tanto a fondo perdido. Luego, otra cantidad mayor al quedar embarazada. Y luego, una pensión mensual. Él quería ser padre otra vez y estaba a punto de conseguirlo.

Ella nunca estuvo muy en sus cabales. El parto acabó por desequilibrarla. Mi historia fue el último empujoncito, solo que la cosa no salió como sería de esperar. Ella reaccionó ... 'mal'. Lo llaman 'Síndrome de Medea'. Así que cometió la peor atrocidad: mató a su hijo. Sólo por vengarse de su marido, esa hiena lo mató. Le puso tranquilizantes en el biberón. Y luego vino a contarme lo que había hecho, hecha un mar de lágrimas, ¡arrepentida!. Estúpida, estúpida, sesos de gallina, nunca supiste ni lo que querías. Pero yo siempre lo supe. Entonces también sabía lo que había que hacer. Le dije que teníamos que hacer pensar a todo el mundo que era un caso de esos raros de muerte súbita que ocurren a ninños pequeños sanos, que yo me encargaría de que no hubiera autopsia. Sería fácil, le pediríamos un certificado a su pediatra. Si no quería dárnoslo le amenazaríamos con una demanda por negligencia, eso seguro que funcionaría. Ella asintió. Yo le preparé una copa. Ella estaba atontada, qué estúpida. Ni siquiera le extrañó el sabor de la tónica con ginebra, demasiado amargo, después de que yo le añadiera todos esos tranquilizantes.

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