viernes, noviembre 11, 2005

La muerte en las palabras.


Domingo, 5 de Noviembre de 2005 - 13:00h.

Cuando llegó la policía encontró en la cama los cadáveres de una madre y de su hijo de seis meses, sin signos de violencia, al padre pálido, profundamente conmocionado e incapaz de reaccionar y a los sanitarios, que habían intentado inútilmente reanimarlos a ambos. También estaba la vecina, que era quien había llamado a los sanitarios. Una vecina que desde aquel mismo instante no se separó de su vecino ni un sólo momento, hasta que la policía le detuvo, lo que ella aprovechó para llamar a un abogado para que le asistiera de inmediato.

Cuando el abogado llegó, él ya se había declarado culpable, aunque insistía, ante los desconcertados inspectores, en que él no la había matado. Contra los consejos de su abogado, que no lograba quedarse a solas con él, lo contó todo. Los problemas tras el parto, las tensiones en la pareja, él insistiendo en que deseaba más hijos, ella diciendo que ése niño era el primero y el último. Por fin, todos se fueron convenciendo de lo ocurrido: él se sentía culpable por haberla empujado a matar al niño y a suicidarse. Aunque nunca pensó que su insistencia en tener más hijos estuviera haciéndole a ella tanto daño. El forense habló pronto con la policía: no había signos de maltrato, nada que indicara violencia. La historia de aquel pobre diablo parecía sostenerse. El fulano, lo que quedaba de él, estaba en la calle, en brazos de su vecina, seis horas después.

* * *


Yo no quería que las cosas terminaran así. No, no quería eso. Pero estaba enferma, enferma de celos. Yo había estado mucho tiempo cerca de él, siendo siempre su amiga para todo, siempre a punto de ser su novia, pero sin llegar a serlo nunca. Estuve años, ¡años! esperándole. Y luego, en quince días, conoce a una niña cursi criada entre algodones, débil, frágil, que ni siquiera era lista, y decide hacerla su esposa sólo porque es mona. Qué tontos son los hombres. Pero yo aún esperaba. Sabía que esa pareja no podía durar. A él le conocía perfectamente. A ella enseguida se la conocía.

Todo empezó por un simple accidente. Yo sabía, lo notaba, que ella no quería hijos. Eso me convenía: una pareja sin hijos es más fácil de separar. Pero ella fue tan torpe que no sólo olvidó tomar una de sus píldoras sino que no supo ni reaccionar a tiempo y ni deshacer lo hecho. Además, él estaba muy ilusionado, así que el embarazo siguió adelante. Entonces comprendí que mis planes podían irse al traste, tuve miedo y me puse furiosa. Muy furiosa.

Desde el principio me hice muy amiga de ella. Estabamos juntas mucho tiempo y le ayudaba con el niño. Ella me lo contaba todo. Un buen día, harta de no llegar a ningún lado, decidí vengarme. Me inventé una historia increíble, de esas que, por serlo, la gente como ella está dispuesta a creer, aunque no tenga ni una sola evidencia a la vista. Le dije que su marido había conocido a otra, una mujer que estaba dispuesta a ser madre soltera, pero que no se decidía por problemas de dinero. Él, que sería el donante de semen, buscó una clínica. El resto lo hizo la ciencia y ni siquiera fue caro: quedó embarazada a la primera. Él le pagó, le dije, antes de todo un tanto a fondo perdido. Luego, otra cantidad mayor al quedar embarazada. Y luego, una pensión mensual. Él quería ser padre otra vez y estaba a punto de conseguirlo.

Ella nunca estuvo muy en sus cabales. El parto acabó por desequilibrarla. Mi historia fue el último empujoncito, solo que la cosa no salió como sería de esperar. Ella reaccionó ... 'mal'. Lo llaman 'Síndrome de Medea'. Así que cometió la peor atrocidad: mató a su hijo. Sólo por vengarse de su marido, esa hiena lo mató. Le puso tranquilizantes en el biberón. Y luego vino a contarme lo que había hecho, hecha un mar de lágrimas, ¡arrepentida!. Estúpida, estúpida, sesos de gallina, nunca supiste ni lo que querías. Pero yo siempre lo supe. Entonces también sabía lo que había que hacer. Le dije que teníamos que hacer pensar a todo el mundo que era un caso de esos raros de muerte súbita que ocurren a ninños pequeños sanos, que yo me encargaría de que no hubiera autopsia. Sería fácil, le pediríamos un certificado a su pediatra. Si no quería dárnoslo le amenazaríamos con una demanda por negligencia, eso seguro que funcionaría. Ella asintió. Yo le preparé una copa. Ella estaba atontada, qué estúpida. Ni siquiera le extrañó el sabor de la tónica con ginebra, demasiado amargo, después de que yo le añadiera todos esos tranquilizantes.

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Asmodeo.


Jueves, 3 de Noviembre de 2005 - 20:10h.

Señor Mío Jesucristo:

Líbrame de todo mal, de toda tentación, y líbrame también de pensar que este pobre cura lo tiene más difícil de lo que lo tuvo Tu Divina Persona, pero déjame al menos pensar que en esta situación en la que estoy la cosa no pinta fácil.

Después de haber pasado por el seminario con una edad algo mayor de la que suelen tener los escasos creyentes con vocación y tras haber cursado una carrera provechosa en humanidades, lenguas muertas e historia antigua, este pobre hermano tuyo muy menor, casi abortivo si me comparo con mis hermanos sacerdotes, se había creado ciertas expectativas respecto a su carrera, olvidando que, por el sagrado voto de la obdediencia y por la Bendita y Suprema Voluntad Tuya y del Padre Celestial, no es el hombre el que dispone del destino. Y nadie, y yo menos que nadie, puede pretender hacer cábalas y planes y hacerse ilusiones, que no está el sacerdote llamado a progresar hacia las altas dignidades dentro de la Madre Iglesia, sino a dar Testimonio de la Fe según Tú nos enseñaste. Y aunque confieso con vergüenza que aún estoy atribulado por mi inesperado destino y me siento confuso, pues no comprendo cómo puede hacer su labor apostólica alguien como yo en un sitio como éste, aquí me tienes, Jesús Mío, dispuesto a llorar en tu hombro y a pedirte que me inspires, porque de ésta no sé cómo salir.

Es poco caritativo colocar sobre el tapete con toda crudeza los hechos, pero Don Romualdo, mi predecesor, no llevó una vida ejemplar, ni siquiera tuvo un comportamiento mínimamente discreto, habiendo pateado malamente el celibato al vivir amancebado con Asunción, esa enérgica pecadora que tenía por ama, que mangoneaba en la parroquia como le venía en gana y, en realidad, ay, aún lo hace, entre el general aplauso de los feligreses, que, incomprensiblemente, la adoran, la tienen casi en tanta estima como en la que a él le tenían. También es muy popular Doroteo el sacristán, y aunque seguramente estoy pecando de falta de caridad, no puedo por menos que calificarlo de engendro hijo de Satanás, que ha tenido el descaro de espetarme con entusiasta naturalidad, que la magnífica talla que te representa, obra maestra de la imaginería sagrada española del siglo diecisiete, bajo tu subligar, que el pérfido Doroteo llama taparrabos, en la zona pudenda, el autor de la talla esculpió tres testículos y un miembro viril de dimensiones inmoderadas. No sé qué me inquieta más: si el sospechar que lo que dice es cierto, o que el tallista no se limitara, como era costumbre, a esculpir esa prenda solidaria y pudorosamente con el resto de la pieza, sino que trabajara en esa parte de manera que sea indispensable cubrirla siempre con una prenda de lino, prenda que cualquiera podría apartar, retirar con la mano, para ver qué oculta.

- Qué pasa, cura. ¿Otra vez hablando solo?. No sé como no escarmientas. Deberías estar harto de que nunca te conteste.

- Asmodeo, ¿tú otra vez? ¿Cómo tienes la osadía de interrumpirme en plena oración, aquí, ante el Altísimo?

- Soy tu demonio personal, ¿recuerdas?. Me tienes siempre contigo. Crees que puedes tenerme a raya y que de alguna manera mi presencia parece demostrar algo, así que te resulta fácil mantenerte en la fe. Y no te engañes, mi presencia es un atajo por el que pagarás un peaje, ya lo sabes. En el fondo, es algo que tú has elegido, así que tú mismo.

- Asmodeo, eres incorregible y mereces un severo castigo. Ahora mismo voy a darme una ducha con agua bendita. Bien fría.

- ¿Otra ducha de las tuyas?. La última vez pescaste un gripazo que casi te lleva a la tumba. Menudo fiebrón, todo el rato viendo angelitos con capas azules y rosas. Aún recuerdo a uno jovencito, que te quería sodomizar. Y tú estabas muy preocupado, porque el caso es que te apetecía muchísimo. Estabas desconcertado: como era un ángel, lo que quería hacerte no debería ser pecado. ¿O sí?.

- Espíritu maligno, en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo te conjuro ...

- Para el carro. Ya sabes que conmigo eso no funciona, sólo me aburre. A ver, te informo. Asunción, el ama, espera que ocupes en su lecho el lugar de tu predecesor, lo que puede que no te sorprenda. Pero, además, espera que sepas consolar la soledad de su hermana, la apocada Simona. Supongo que estas noticias, por otro lado excelentes, te disgustarán. Mi consejo es que tomes lo que se te ofrece, es lo prudente en estos casos.

- Asmodeo, no te creo.

- ¿Cuándo te he mentido yo?. Tan verdad es lo que te digo como que ése es un Cristo de tres cojones. Échale un vistazo, si quieres, ahora que lo tienes a mano.

- Eso sería irreverente y hasta sacrílego. Además, bastaría que lo intentara para que en ese preciso momento entrara cualquiera y me viera.

En ese momento rechinaron los goznes de la puerta de la Iglesia. Un tipo fornido, con zamarra de cuero y cuello de piel, con bigote y cabello entrecano, que llevaba un viejo maletín, avanzó dando zancadas, como Pedro por su casa, hasta donde estaba el cura.

- Hola, qué tal. Usted debe ser el nuevo cura, ¿no?. Yo soy Tomás, el médico. Encantado de conocerle.

El recién llegado tendió su mano al cura y le dio un apretón mirándole fijamente a los ojos.

- Ah, doctor, mucho gusto en conocerlo. ¿Puedo ayudarle en algo?.

- No, gracias sólo quería presentarme y charlar un poco con usted. Para irnos conociendo, ya sabe. Magnífica talla, ¿verdad?. Es muy particular, supongo que el sacristán le habrá dado los detalles.

Sin dejar de hablar, Tomás dejó el maletín en el suelo, avanzó hacia el crucifijo y apartó el taparrabos.

- ¿Lo ve?. Tres testículos, no cabe duda. Se trata de una verdadera rareza. Fíjese que no se trata de ni de una hernia ni de cosa parecida: son tres gónadas cabales. Pero acérquese, hombre que lo verá mejor. ¿Se encuentra bien?. Lo veo un poco pálido. Déjeme que le tome la tensión.

- E-estoy per-fectamente.

- Me alegro. Bueno, ahora fíjese en el pene. ¿Lo ve?. Buen tamaño y ... ¡circuncidado! Es curiosísimo. A los artistas y a los clérigos de entonces no les gustaba nada de nada recordar que Jesús era judío, así que jamás se hubieran planteado representar un glande así, sin prepucio. Eso suponiendo que hubiera uno que se hubiera atrevido a representarlo, que ya vemos que al menos hubo uno que sí. Es curioso. Me pregunto cómo habrá ido conservándose esta talla a lo largo de los siglos con lo aficionados que suelen ser ustedes a tapar desnudeces. Siempre he pensado que ha debido de haber una especie de cadena de complicidades de cada párroco con su sucesor, una especie de cofradía, algo así. Oiga, no me diga que no se encuentra mal. Está pálido, carajo. Túmbese ahora mismo. Aquí, le digo.

El cura se tumbó en el banco y el médico le tomó el pulso y sacó el manguito de tomar la tensión.

- Tiene cuarenta pulsaciones. Haga el favor de seguir tumbado hasta que yo se lo diga. A ver ... buf, la tensión por los suelos. ¿Ha desayunado?

- Eh ... sí, sí.

- Bueno, a ver. Parece que ya se va recuperando ... ¡pero no se ponga de pie, no sea impaciente! Bueno, bueno ... Y qué, qué le parece lo de los tres testículos. La Santísima Trinidad, las Virtudes Teologales, quizá ... sea lo que sea tiene que tener un significado simbólico profundo ¿no?. Y lo de la circuncisión tiene su gracia, porque no creo que sea casualidad que precisamente en esta parroquia tenga tanta importancia la Cofradía de las Adoratrices del Santo Prepucio. Es un tradición singular la de estas mujeres, que aseguran ser las custodias del genuino prepucio de Jesús. Se lo toman muy en serio. Conservan un fragmento momificado de algo que parece, en efecto, un pequeño prepucio, una cosa parda, negruzca, anular y polvorienta, que exhiben una vez al año junto con una talla de Jesús Niño bastante vulgar. Y aquí, entre usted y yo y en confianza, le diré que da bastante asco ver a toda la ristra de viejas besando directamente su reliquia. No consienten en meterla en un relicario, a saber por qué. Quizá temen que entonces haya más riesgo de que la roben.

- ¿Cofradía de ...? ¡No sabía nada!

- Pero si lleva menos de dos días con nosotros, hombre de Dios, si no le ha dado tiempo de enterarse de nada. Ya le pondremos al corriente, no se preocupe. La gente de por aquí, ¿sabe? es muy particular. Muy suya. De ideas fijas. Les gusta respetar la autoridad del cura, pero el cura debe ganarse su respeto. No crea que van a fiarse de usted a la primera, así de entrada. Es importante que comprenda que son respetuosos, conservadores, pero, eso sí, hay que respetar sus tradiciones, sus reglas. Por ejemplo, ellos siempre han querido estar seguros de que ningún cura va a abusar de sus monaguillos en los rincones oscuros de la sacristía. O que cuando sus mujeres se vayan a confesar no tengan que estar retirando la mano del cura de debajo de su falda a cada momento. Ya sabe a qué me refiero. Eso es algo que aquí no ha ocurrido nunca. De eso todos los vecinos están seguros. Todos. Así que en la parroquia, y hasta en el pueblo, manda el cura. Pero en el cura manda el ama, que lo tiene bien cuidado y bien vigilado, noche y día. Y el ama se asegura de no dejar al cura suelto sin desbravar, como dicen ellos.

- P-pero ¿qué barbaridades me está usted diciendo?

- ¿Barbaridades? Alma de cántaro, no me diga que se cae ahora de un guindo; no puedo creer que tenga tan poca mundología. Usted, al fin al cabo, no es demasido joven ... aunque me da que ha confesado más bien poco. Cuando entré en su cuarto, estuve mirando sus cosas y me dí cuenta ...

-¿Que ha estado revolviendo entre mis cosas? ¡No le consiento ...!

- No me lo consienta, pero luego, ahora déjeme hablar. ¿Se puede saber qué hace entre sus pertenencias un cilicio? ¿Por qué un cura de pueblo va a tener una colección de sotanas archicarísimas? Esto es el campo, hombre, aquí es todo como muy silvestre y usted, perdóneme la franqueza, es un pisaverde integrista de lo más retrógrado. ¡Un cilicio!. ¡Joder, si se entera la gente del pueblo lo toman por un pervertido masoquista, lo desloman a garrotazos y lo devuelven al obispado hecho unos zorros!

- Lo que me faltaba por oír. Mire, evidentemente yo no soy la persona adecuada para hacerme cargo de esta parroquia. Renuncio. Ahora mismo me vuelvo a la capital y hablo con el obispo. Ya encontrarán a otro.

- No escuche, no puede ser. No hay otra persona. Usted tiene que comprender que ha sido elegido por el propio obispo por las especiales necesidades de esta comunidad. Usted es exorcista, ¿comprende? y eso, no se improvisa, los dos lo sabemos. Está usted y sólo usted.

- No es cierto, hay otro ...

- ¿Cuál? ¿Ese insensato capaz de venir al pueblo con su propia Unidad Móvil de Televisión?. No, está sólo usted, y lo sabe. Lo siento, pero no puede decir que no. Necesita un curso acelerado de adaptación a la realidad. No se preocupe, yo le ayudaré. Todos le ayudaremos. Para empezar, quemaremos el cilicio cuanto antes. Luego, aperitivo, comida y siesta terapéutica, orden facultativa. ¡Asunción, llama a tu hermana que hoy comemos aquí los cuatro!

La gallina más vieja del corral había sido una gran ponedora, pero hacía tiempo que no era capaz de hacer ni un sólo huevo más, así que entregó su alma al Señor y sirvio de alimento al cura, al médico, al ama y a la tímida Simona. El vino de la bodega de la casa del cura nunca es malo y la comida trancurrió plácidamente, el cura sintiéndose entre su Marta y su María particulares, con Tomás en el papel del apuntador. Llegan los postres, deliciosos, el café, amargo, y la copa de aguardiente. El cura casi levita. El médico prescribe reposo: ¡Esa tensión baja!; así que el paciente es llevado en volandas hasta la cama en estado de trance hipnótico, donde es despojado de sus ropas. Ya el médico se despide desde la puerta, ya las dos hermanas ágil y hábilmente se despenden de sus prendas, ya se consuma el viejo rito, la cabalgada copulatoria, asunto viejo como la noche, viejo como la tierra, ya recomienza el ciclo que cerró y amenazó con interrumpir la muerte de Don Romualdo.

Las Adoratrices volverán a besuquear su venerado prepucio, descenderán como cada año la talla de la cruz, vestirán a su Cristo con la túnica larga, hasta los pies, abierta por los lados, retirarán el subligar desde los lados, por debajo de la túnica y colocarán uno nuevo limpio, del mejor lino y así, con el máximo respeto y la máxima habilidad, honrarán a su Señor debidamente. Los padres, los maridos, dormirán tranquilos sin temer por la inocencia de sus hijos ni por la virtud de sus mujeres. Doroteo y Tomás, concluirán la adaptación del cura a su nuevo destino, así que harán de él un buen cazador y un buen jinete. El cura se ganará el respeto de todos los vecinos y campará a sus anchas por toda su parroquia, de modo que, cuando toque, entrará en el Casino con paso decidido, dará las buenas noches, agarrará de la oreja a ese feligrés que, desde que volvió de la ciudad, no ha vuelto por la iglesia y lo llevará, cruzando la plaza mayor, delante de todos, hasta la Iglesia, lo pondrá de rodillas en el confesionario y le recordará sus obligaciones de buen cristiano: gañán, quién te has creído que eres y tú votaras a quien yo te diga. Y con la satisfación del deber cumplido, esa noche su tálamo acogerá a los cuatro: al cura, a Asunción, a la dulce Simona ... y a Asmodeo.

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El incendio.


Sábado, 17 de Setiembre de 2005 - 22:38h.

Algunas personas nacen para ser héroes. Sus facultades heroicas pueden pasar desapercibidas si la vida no les da, al menos, una oportunidad para mostrar el genio que les cualifica. Hasta entonces nadie, ni siquiera ellos, son conscientes de su condición.

Sin el incendio, Manuel no hubiera dejado nunca de ser el vecino gris y anodino que siempre fue. Cuando ocurrió era ya de noche y todos dormíamos. Mi mujer y yo sólo acertamos a salir y a quedarnos en la calle, paralizados por el terror, viendo cómo las llamas y el humo se adueñaban de la casa. No fuimos capaces de entrar a por la niña. Cuando Manolo vio lo que había, ni siquiera lo pensó: entró en las llamas y salió al poco con la niña en brazos, medio ahogada por el humo, pero sin una sóla quemadura. A Manolo, el fuego le marcó lo justo para que todos vieran, en su cuello, las huellas de su hazaña y recordaran quién era él y qué hizo.

Entonces comenzó la pesadilla. Manuel se convirtió en el celoso tutor de la niña. La venía a visitar, le hacía regalos, le ayudaba con sus estudios, hablaba con sus profesores; comenzó a reconvenirla como un padre severo y a convertirse en su confidente. Adoptó con mi mujer una actitud de superioridad condescendiente, supervisando todas las decisiones que tomábamos tanto ella como yo. A mí me despreciaba cada vez más abiertamente.

Mi mujer, un día, decidió que debíamos irnos a escondidas, para escapar de nuestro celoso salvador. Pero ese era un precio demasiado alto: suponía perder un empleo bueno, una buena casa, una vida entera con unas raíces de muchas generaciones en nuestra ciudad. Entonces yo, sin decirle nada a ella, decidí que Manuel debía morir. Una noche, puse somníferos en su copa, esperé a que se durmiera y dejé un brasero encendido junto a él. El dormitorio quedó muy pronto sin oxígeno y en el aire enseguida hubo mucho más monóxido de carbono del que cualquiera podría soportar.

Algunas personas nacen para ser homicidas. Su capacidad para matar a un semejante, sin dudas ni remordimientos, puede pasar desapercibida si la vida no les da, al menos, una oportunidad para mostrar sus cualidades. Hasta entonces nadie, ni siquiera ellos, son conscientes de su condición.

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Entre dos mundos.


Jueves, 8 de Setiembre de 2005 - 15:50h.

Ante todo, debo decirles que siempre fui un tipo especialmente escéptico, del modo en que suelen serlo los que, siendo por naturaleza crédulos e ingenuos, son escarmentados tempranamente y con dureza. Es importante que lo tengan en cuenta, porque lo que voy a contarles no es fácil de creer. Ocurrió en una vieja ciudad, una de esas cuyo centro, fortificado en épocas remotas, se encuentra en un terreno sobreelevado. Todavía hoy se conservan parte de las viejas murallas y de sus burgos medievales.

Lo curioso de esas ciudades es que, hasta hace un par de siglos, se construían sobre los escombros de la edificación anterior, destruida por las guerras, los incendios o el paso del tiempo. No se deshacían de todos los materiales empleados sino que, en parte, los volvían a usar, con lo que buena parte de los muros o los cimientos de iglesias y palacios renacentistas, estaban hechos con piedras labradas por artesanos hispanorromanos mil seiscientos años atrás.

Ahora quiero que el lector se detenga por un momento en la encrucijada de unas callejuelas estrechas, húmedas y umbrías, de la vieja ciudad que tenga más a mano. Y que espere a que ocurra uno de esos raros momentos de soledad y silencio en los que el tiempo tiene una oportunidad para detenerse o para volver a recorrer caminos que pertenecen a un pasado remoto. Porque si, en ese momento, aparece doblando la esquina un grupo de monjes de hábitos negros, suena una campana, un grupo de palomas que se ocultaban bajo un alero echan a volar sobresaltadas y el aire trae vaharadas intensas de cera, incienso, estiércol y humo de leña, entonces quizá (y sólo quizá) note el lector que se le eriza el vello de la nuca y percibe que, en ese momento y lugar, le observan centenares de fantasmas del pasado.

En mi segundo año como universitario decidí vivir solo en un pequeño apartamento. Los apartamentos para una sola persona, por alguna extraña razón, han resultado ser siempre extraordinariamente caros, al menos para una economía modesta, como la mía, para la que sólo quedaba la opción de aceptar un piso diminuto en el casco antiguo, deteriorado y carente de comodidades. En realidad, lo que alquilé fue un local diminuto que no estaba acondicionado para servir como vivienda. El dueño me dejó claro que no me lo alquilaba como tal, aunque sugirió que si me empeñaba en dormir y en preparar mis comidas allí, él no iba ponerme pegas.

- Siempre que pagues puntualmente y que el vecindario no tenga quejas, claro.

- Claro.

El vecindario era un tanto siniestro. Incluía una vieja celestina y un herborista con cara como de judío de opereta, un gato tuerto y sarnoso y un viejo galgo que cojeaba siempre al trotar y que empleaba casi todo su tiempo y sus energías en rascarse. Para llegar a mi calle, un callejón sin salida, debía hacer una "z", doblando dos esquinas, a derecha e izquierda. Y siempre, al volver la segunda esquina, sentía cómo los sonidos del tráfico, más que amortiguarse, desaparecían, eran sustituidos por un pesado y hasta inquietante silencio.

Mi nueva casa estaba situada en el piso bajo de un palacete de paredes de casi un metro de espesor, a la que se accedía directamente por una puerta de roble que parecía haber sido abierta mucho después de la fecha de construcción del edificio. Las dos ventanas que daban a la calle tenían unas toscas rejas de hierro con forma de cuadrícula, a prueba de ladrones. En el interior del local había un ambiente húmedo, lóbrego y parecía haberse acumulado polvo de siglos. Había un recibidor que era también sala de estar, un cuarto anejo que tendría que corresponder al dormitorio, y un cuarto absurdamente grande en una de cuyas esquinas se encontraba uno de esos elementos que ahora llaman 'sanitarios', que consistía en una gran pieza de loza gruesa con un agujero en el centro, situada a ras de suelo, que hacía las veces de inodoro y una vieja cisterna situada dos metros por encima del suelo de los mortales. Al lado, se veía un lavabo pequeñito. No se oían siseos de agua y el polvo lo cubría todo. Temiendo lo peor, abrí el grifo del lavabo. Para mi sorpresa, salió agua de inmediato y en abundancia: primero color barro, y pronto transparente. Calculé rápidamente cómo improvisar dos paredes con dos paneles baratos para aislar el futuro baño de lo que sería cocina, cómo y dónde colocar un calentador eléctrico y cómo hacer tomas de agua y salida para humos.

Cuarenta y ocho horas después, gracias a la ayuda de unos amigos, ya tenía mi nueva casa preparada. Sin esperar a más, metí mi camastro, mi armario y mis estanterías y cerré la puerta de la calle. Heme aquí, me dije, solo en mis soledades. Y escuché, una vez más, el imponente silencio de mi nuevo hogar. A la escasa luz de la tarde miré a mi alrededor y tuve la impresión de que entonces podía ver cosas nuevas que antes me habían pasado casi desapercibidas. Las argollas de las paredes no eran ya simples anillas a las que atar las caballerías, sino que se me antojaban más propias de las cadenas de una mazmorra. Los muros de la casa no parecían haber sido enlucidos jamás. La falta de luz desdibujaba cada vez más los límites de la estancia.

Me asomé a la ventana que daba al patio interior. Ví que tenía un borde empedrado a todo lo largo de los muros, pero su parte central estaba tapizada por hierba. Oí como mi vieja vecina gritaba no se qué reproches a alguien y fue entonces cuando ví a una joven rolliza, con el cabello despeinado y sucio mal envuelto en un paño gris, aparecer en la ventana de enfrente a la mía comenzar a amasar enérgicamente lo que parecía masa para hacer pan. Me sorprendió que la joven luciera uno de esos escotados modelos de ventera cervantina y noté que me molestaba no ser capaz de percibir el aroma de la harina ni de ver a través de esas nubes de polvo de trigo que flotaban en molinos y tahonas de antaño y que yo echaba de menos en ese momento. En su lugar, sólo era capaz de percibir insistentemente ese olor a húmedo, a cuarto cerrado por los siglos de los siglos.

Intenté atraer la atención de la moza. Le sonreí, la saludé moviendo las manos. No me veía. Esperé a que levantara la cabeza, confiando en que la luz ambiente aún fuera bastante para verme y volví a saludarle. Entonces me vió. Su cara adoptó una expresión de alarma y cerró rápidamente la ventana. No quise insistir, así que yo hice lo mismo. Al cerrar la ventana noté que la luz dentro del cuarto era ya muy escasa, así que me dirigí hacia el interruptor. No lograba verlo y no podía encontrarlo a tientas, por más que palpaba las paredes. Un poco enfadado conmigo mismo por mi torpeza, salí de casa en busca de una linterna que guardaba en mi desvencijado utilitario, aparcado tres calles hacia la avenida grande.

Fue entonces cuando me llamó la atención la luz oscilante que asomaba por encima del muro del fondo del callejón, así como el humo, las voces, y el ruido de los cascos de las caballerías sobre el empedrado. Pensé que la llegada de la noche había terminado con el silencio del vecindario y me pregunté si de verdad había hecho un buen negocio al alquilar el local. De vuelta con la linterna en la mano, me dirigí hacia el fondo del callejón. Entonces comprobé que, por la angulación que formaba una de sus paredes, uno de los lados de la calle parecía llegar hasta el fondo, cerrando todo el espacio, pero en realidad no lo alcanzaba y dejaba un pequeño paso por el que cabía holgadamente una persona. Ese paso no era visible hasta que uno había llegado, casi, al final de la calleja.

A pesar de que muchas de las cosas que me estaban ocurriendo me parecían extrañas y de que olor a humedad, a cieno, a podredumbre de viejísima tumba, me había seguido incluso fuera de mi casa, encendí mi linterna y, sin pararme a pensarlo, avancé hasta doblar la esquina. Súbitamente, ví cómo estaba siendo contemplado por varias docenas de personas que, en cuanto me vieron, quedaron mudos por la sorpresa. Mi entrada en escena había tenido lugar en una pequeña plaza empedrada de una ciudad castellana ... en pleno siglo XVII.

Recé para que ocurriera, pero nadie gritó '¡corten!, ni ¡maldita sea, que alguien saque a ese idiota de ahí, hay que repetir la toma!; y la puesta en escena era demasiado cara para tratarse de uno de esos programas de 'cámara oculta'. Estaba paralizado. 'Date la vuelta', me decía a mí mismo, 'retrocede despacio, date la vuelta y sal corriendo por donde has venido'. Con todo cuidado, dí un paso hacia atrás. Nadie se movió. Dí un segundo paso. Todos siguieron inmóviles. Entonces me volví tan deprisa como pude y me lancé corriendo desesperado hacia el hueco por el que había venido. En ese momento fue cuando choqué de lleno contra el muro recibiendo un golpe terrible en la frente: el estrecho paso por el que había llegado un momento antes, había desaparecido.

No perdí el conocimiento, pero quedé bastante aturdido. Unos tipos vestidos con jubón y bombachos acuchillados, de colores verde y naranja, con espadas y alabardas, coraza y casco, me levantaron y me arrastraron hasta un palacete próximo, donde fui interrogado y acusado de brujería. Todavía atontado por el golpe, recibí la visita de tres monjes, dos de ellos perpetuamente encapuchados, siempre un paso por detrás de su superior, que fue quien se dirigía a mí y me interrogaba. Tenía una mirada fría y una sonrisa repulsiva que mostraba unos dientes podridos y un aliento fétido que me provocaba náuseas cuando me hablaba. Y lo hacía mientras llevaba su mano a mi entrepierna y me restregaba y me apretujaba los genitales. Mis muñecas, atadas, no me permitían zafarme de su presa y a duras penas si podía apartar la cara para evitar su aliento.

Yo asistía horrorizado a todo el proceso: no era posible que todo eso me estuviera ocurriendo a mí. Y sin embargo, los acontecimientos, como si tuvieran voluntad propia y desearan dejar claro hasta qué punto la realidad se había vuelto contra mí, se sucedieron a un ritmo galopante. Pude ver cómo el público, encantado de poder asistir al espectáculo, se apresuraba a hacer acopio de ramas secas y húmedas con las que alimentar la hoguera y cómo hacían entrar con todo y sus sambenitos, a los judaizantes, moriscos, herejes y libertinos de turno, a los que habrían de azotar, pasear en asno al revés para su pública vergüenza y escarnio, colocar en el cepo al alcance de los infamantes proyectiles de la cristianísima chusma, a modo de aperitivo de la ejecución de todo un brujo venido de los mismísimos infiernos, como lo demostraba ese artilugio diabólico de la linterna que iluminaba sin llama, que todos vieron funcionar y cuyos restos allí estaban, como prueba rotunda que me condenaba y que a todos eximía de la necesidad de un juicio.

La llegada de todos aquellos desgraciados, aunque menos infortunados que yo, me libró por un momento de la presencia insoportablemente opresora del siniestro frailuco para, de inmediato, arrojarme a las llamas de una hoguera con mucho más de humo que de fuego. En mi mente seguía reverberando la idea de que todo eso no podía estarme ocurriendo a mí, al tiempo que me asombraba de que el humo me produjera una enorme irritación en la garganta y me impidiera respirar, pero no me provocara ganas de toser. La sensación de ahogo y de escozor, de quemazón en la garganta se hacía más y más insoportable por momentos ...

- ..., eso es, ahora voy a retirarte el tubo traqueal y cuando lo haga quiero que expulses todo el aire ... así, perfectamente. ¡Moncho, ya se ha despertado el estudiante!

El estudiante resulté ser yo. Estaba en un hospital, en una sala de esas de cuidados intensivos. Y eso tampoco me podía estar sucediendo a mí. Aunque en realidad resultó que sí, que eso era precisamente lo que me pasaba.

- ¡Querido estudiante, bienvenido al mundo de los vivos! O de los conscientes, como quieras. Como ya habrás adivinado has estado muy, pero que muy malito. Tanto que hace sólo seis días nadie daba un duro por ti. Llevas semanas coqueteando con la muerte. Nuestro chicos de los laboratorios te están muy agradecidos. Nunca les había visto tan excitados, porque nadie que conozcamos ha sido capaz del contraer una infección pulmonar por tantas clases de hongos como la que has padecido tú, con todos esos bichos exóticos, tan extensa y tan grave. Los de farmacia están también a punto de salir en el Guinness, porque nunca habían preparado unos 'cócteles' tan tóxicos como los que te han salvado el pellejo. Y, mismamente, aquí las chicas de la UCI y un servidor, flipan igualmente porque, según parece, esos hongos diabólicos fabrican una clase de neurotoxinas que provocan alucinaciones de arte mayor, algo fuera de lo común.

- No me acuerdo de nada ...

- Te encontró un vecino en un callejón sin salida. Aseguró que ibas con una linterna encendida en la mano, corriendo como un poseso y dirigiéndote en línea recta contra el muro del fondo, contra el que te estampaste sin hacer nada por evitarlo. Decía que era como si el muro fuera transparente para tí, o como si hubieras enloquecido de repente. El caso es que llamó a una ambulancia, recogieron tus pedazos y te trajeron aquí.

- El callejón ...

- El callejón seguirá allí cuando te recuperes. Pero ahora hay otras cosas más importantes que tratar. Tengo una hipótesis que me gustaría confirmar respecto al origen de tu infección. El vecino que te encontró dice que creía que habías pasado mucho tiempo dentro de un local muy húmedo y mal ventilado. Que creía que querías acondicionarlo para vivir allí. Sabes, si es cierto lo que cuenta, ese lugar es tan insano como esas cuevas en las que el aire está completamente contaminado por el polvo de las heces de murciélagos, del que se alimentan cierta clase de hongos. ¿Crees que tu caso puede ser parecido?.

- No sé ... en mi casa no había murciélagos. Pero es verdad que el aire tenía ese olor ...

- O sea, que va a ser que sí. Mira, desde ahora te digo que no debes volver a ese tabuco inmundo por mucho que te apetezca hacerlo. Si no te queda más remedio, ponte una mascarilla, una buena mascarilla, no un simple pañuelo. A propósito, a los del laboratorio les encantaría visitar tu pisito y tomar unas muestras. Eso serviría para confirmar la causa de tu problema.

Una semana después me siento aturdido y débil, pero ya estoy de vuelta en el mundo de los sanos. Provisto de una mascarilla cara y voluminosa, he vuelto a casa. Antes de doblar la segunda esquina que daba a mi calle, he visto cómo tres frailes de hábitos negros caminan por la calle, dirigiéndose hacia mí. No debería sorprenderme: hay un convento muy cerca y es normal que, muy de vez en cuando, algunos monjes se dejen ver. Lo que me ha alarmado es que los tres llevan la capucha cubriendo su cabeza cuando, siempre que hace buen tiempo, la llevan descubierta. De inmediato he girado hacia mi calle, acelerando el paso y sin volver la vista atrás.

La adrenalina ha hecho su trabajo y el corazón se me ha puesto a latir tan deprisa que el pecho ha comenzado a dolerme, la ansiedad me ha hecho jadear y la boca se me ha puesto tan seca que la lengua se me ha vuelto de papel de lija. He entrado y he cerrado la puerta de golpe. Me he quedado apoyado contra la puerta, atenazado por el miedo. He pegado la oreja contra la madera, me he quedado muy quieto, intentando averiguar si los tres encapuchados han pasado de largo y he vuelto a notar ese espeso silencio que tan bien conocía y que tan poco me gusta ahora. Haciendo acopio de todo mi valor, me he asomado muy despacio a la ventana que da a la calle y entonces he vuelto a ver a los tres frailes, caminando despacio, calle arriba y abajo, montando guardia frente a mi puerta.

Aterrorizado, me he dirigido hacia la ventana del patio y la he abierto. La muchacha que amasaba pan sigue hoy cumpiendo con su cometido y continua afanándose sobre la masa. He movido los brazos, pero ella, con la vista fija en la masa, no me ha visto. He querido gritar, pero me he quedado ronco. Entonces he golpeado la ventana con una escudilla de madera. La muchacha me ha mirado y de nuevo he intentado hablar, pero no he podido emitir el menor sonido. Cuando he intentado hacerme entender con gestos ella, llevándose la mano a la boca y descomponiendo su expresión, ha comenzado a sollozar y ha cerrado la ventana apresuradamente.

Ahora, habiendo recobrado paradójicamente la serenidad, quizá por haber perdido la esperanza de volver al mundo del que vengo y a la cordura, me doy cuenta de que la aparición de los tres frailes me ha hecho perder la cabeza y he olvidado ponerme la mascarilla. Vuelve el silencio pesado y espeso, el olor a humedad es más fuerte que nunca, cae la tarde, escasea la luz y yo compruebo sin demasiada sorpresa que no logro encontrar el interruptor de la luz ni la máscara que he traído conmigo y que no sé ni si llegué a traer hasta aqui adentro o si la dejé caer antes de entrar en casa.

Perdido entre dos mundos, a la luz de un candil que no sé de donde ha salido, con un recado de escribir que se me antoja medieval y que no sé cómo ha llegado hasta aquí, dejo escritas estas mis desventuras con la esperanza de que alguien llegue a leerlas y a entender qué fue de mí aunque, a decir verdad, no sé a ciencia cierta qué me espera. Ahora quisiera saber a qué dios rezar, qué palabras pronunciar y qué gestos hacer para conjurar mi destino, sea éste el de la muerte en la fogata o el de volver a recorrer, una y otra vez, este camino desquiciado entre dos épocas, de la hoguera al hospital y del hospital a la hoguera.

Quien llegue a leer esto debe pensar que si, alguna vez, le ocurre uno de esos raros momentos de soledad y silencio en los que el tiempo tiene una oportunidad para detenerse o para volver a recorrer caminos que pertenecen a un pasado remoto; si, en ese momento, aparece doblando la esquina un grupo de monjes de hábitos negros, suena una campana, un grupo de palomas que se ocultaban bajo un alero echan a volar sobresaltadas y el aire trae vaharadas intensas de cera, incienso, estiércol y humo de leña, piense en el horror que se puede esconder detrás de una escena tan lírica, en el horror de una de esas experiencias que uno cree que nunca podrían estarle sucediendo a él.

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Jubilación.


Miércoles, 20 de Julio de 2005 - 23:55h.

Hoy ha vuelto a venir el inspector de servicios sociales. Son muy persistentes estos inspectores. Hace tres años me anunciaron que me rebajaban al mínimo la pensión. Yo iba a cumplir cien años la semana siguiente. Y, aunque los esperaba, no me gustó nada su visita y lo que significa. Hace dos años me dijeron que me retiraban a la asistenta y eso no me lo esperaba. No me lo podía creer, pero era verdad. Los ayuntamientos ya no tienen obligación de proporcionar ayuda a los que somos demasiado mayores. La nueva normativa se desarrolló sin que nadie se tomara la molestia de comentarla en la prensa ni en la televisión.

Yo no sabía que habían tomado una medida tan radical. Para mí eso era terrible, porque yo vivo completamente solo y apenas puedo desplazarme de un cuarto al otro. Para casi cualquier cosa necesito que alguien me ayude y verme de repente tan absolutamente desamparado me dio miedo. Uno siempre fantasea con la posibilidad de 'quitarse de en medio' cuando el final se acerque, sobre todo si vienen mal dadas, pero les puedo decir por experiencia que, cuando a uno le dan el primer aviso, su primera reacción es siempre la de sentirse sólo y tener mucho miedo, negarse a aceptar lo que viene e intentar encontrar una salida o, por lo menos un aplazamiento. Eso. Un aplazamiento. Siempre es un aplazamiento.

A duras penas logré comunicar con Ana, una de las personas que venían a ayudarme. Acordé que me hiciera la compra para toda la semana. La comida es desde entonces precocinada o cruda y me he recortado las raciones, así que como tres días con raciones de sólo dos. Intento dedicar parte de mi tiempo a ejercitarme para no perder la poca autonomía que me queda. Hoy todavía voy sólo al baño y me las arreglo con la higiene personal, aunque sólo a medias: no logro resolver el problema de cortarme las uñas de los pies. El trato que pude hacer con Ana es clandestino, claro. Lo cuento por si alguno no sabe que tenemos prohibido contratar a personal para servicios domésticos. Se ve que lo consideran un lujo intolerable para los jubilados demasido viejos. Ana corre el riesgo de acabar en la cárcel, pero así y todo me ayuda. No sé cuanto tiempo me durará esto. Si sigo con este ritmo de gasto habré consumido mis propios ahorros en el plazo de menos de un año. No es una eternidad, pero cuando llegue ese momento tendré que aceptar la situación y acabar conmigo mismo.

Conozco a un médico que, si se lo pides, te deja puestos unos goteros en el brazo izquierdo y un sistema de válvulas que se accionan con los dedos de la mano derecha. Es cómodo, limpio, rápido y muy seguro. Creo que estoy preparado para irme. Sin embargo, muchas veces me rebelo ante esta situación. No hace tantos años uno esperaba otra cosa tras la jubilación. Se veían algunos jubilados de entre ochenta y noventa años, que entonces eran ya ancianos, que todavía se casaban con jóvenes de treinta o se animaban a practicar paracaidismo. Hoy también podrían y son muchos más. Es sólo que no se lo pueden permitir. Uno esperaba que la sociedad o la familia, o ambas, se ocuparan de uno por tiempo indefinido. Sin embargo, las cosas han cambiado. Somos demasiados. Y eso que ahora uno casi nunca es anciano antes de los ochenta y casi todos se jubilan a los setenta y cinco. Pero nunca me advirtieron que las cosa llegarían hasta el extremo de presionar a los de más edad para que se maten o para que se dejen morir. De eso me ha hablado el inspector que me ha visitado este año.

Y en realidad, lo entiendo. Somos demasiados y consumimos muchos recursos, que son limitados. Hay demasiada gente joven esperando a tener esos recursos para poder formar una familia. Y hace mucho tiempo que los viejos estamos viviendo más de lo que nos toca. Demasidos viejos que están demasiado viejos impiden que muchos jóvenes vivan una vida decente, libre de penurias. Hay que morirse, no hay más remedio. Vivir más de cien años, qué extravagancia y qué egoísmo. De mi generación hubo alguno que comenzó a trabajar a los treinta y se jubiló después de treinta y cinco años. ¿Debe la sociedad pagarle la pensión para siempre, así viva ciento veinte años, que es lo que están logrando algunos ricos privilegiados?. Echen cuentas: trabajar sólo durante treinta y cinco años; cobrar durante noventa: no hay caja de seguros que lo soporte. Sin embargo, seguimos oponiendo resistencia, nos rebelamos, y cada vez los centenarios somos más. Pronto llegará el día en que un funcionario inyecte estricnina en la vena de cada jubilado el día de su centésimo cumpleaños.

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Expiación.


Miércoles, 13 de Julio de 2005 - 19:47 h.

Ella se sentía culpable desde el día en que su hijo se metió bajo las ruedas de un automóvil, muriendo en el acto. Él la conoció un año después. Ella no lo había superado. Tienes que expiar tu culpa, le dijo él. De lo contrario, ni todos los psicólogos del mundo podrán darte ni un solo átomo de paz. Entrégate a la humillación, a la obediencia y a la sumisión: expía tu pecado. Si hay algún modo de apaciguar tu dolor, es éste y no otro. Yo seré tu guía, tutor y maestro. Sólo tienes que obedecerme en todo y aceptar servirme.

Durante otro año hizo con ella como quiso. Ella era su criada para todo y su esclava sexual. Satisfacía todos sus caprichos aunque para ello tuviera que mantener una relación abyecta. Cuando él permanecía sentado en su butaca ella, con su collar de perro siempre al cuello, se echaba aovillada a sus pies, en el duro suelo. Todo ese año trascurrió con ella enclaustrada, no viviendo sino para Él, no viendo el mundo sino por sus ojos.

La receta funcionó. Ella cambió el amor a su hijo por el amor a su dueño. Y aunque nunca pudo olvidar, sí pudo vivir sin que respirar fuera para ella doloroso. Para entonces, él se había cansado de ella y resolvió dejarla. Ella no podía creerlo: esa segunda pérdida estaba más allá de lo soportable, así que enloqueció. El ser más dócil que uno pudiera imaginar se convirtió en una fuerza desatada de la naturaleza y se arrojó sobre su dueño cegada por la ira. Él, al principio, se sorprendió por la actitud de ella, que no comprendía. Pero pronto se repuso y comenzó a golpearla con fría precisión, reduciéndola hasta inmovilizarla. Excitado, la obligó a copular hasta que ella cayó exhausta. Y antes de irse, le dijo que hiciera su maleta: por la noche, cuando volviera, ella no debería estar ya en casa.

Cuando regresó vió las luces de la policía y de la ambulancia a la puerta de su casa. Indeciso, optó por acercarse para confirmar sus sospechas. Alguien le señaló. Dos policías le arrestaron y lo llevaron esposado a la comisaría. Él tenía demasiadas pruebas circunstanciales en su contra. El cuerpo de ella estaba lleno de moratones y tenía la marca mortal de la correa de perro alredor de su cuello. Estaba el collar de perro (y también la escudilla para la comida) con su nombre. Estaban las declaraciones de los vecinos. Y estaba toda una larga carrera de mala política vecinal por su parte y de todo un largo año durante el que ella había dejando que la gente del barrio tejiera, fabulara algo parecido a la historia de su vida. Y en esa historia él salía muy, muy mal parado.

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Cita romántica.


Sábado, 9 Julio de 2005 - 13:05h.

Ella no decía ni palabra, pero ya era hora de irse y no tenía sentido intentar prolongar una situación en la que un incómodo silencio se había intalado entre ambos. Él, dándose por vencido, con la relajación del que ya no intenta nada porque ve que su oportunidad ha pasado, comenzó una despedida:

- Hay un número que te anotaré en un papel. Por lo general nunca he creído que los números tengan poderes ni escondan significados especiales y yo, la verdad, nunca sé bien qué hacer con ellos, pero este número es diferente porque, si lo marcas en un teléfono, al otro lado de la línea estaré yo. Es mejor que lo guardes, por si acaso. Quizá tengas problemas con algún dragón y no tengas un caballero mejor a mano. Aunque, la verdad, hace tiempo que no trato con dragones, así que estoy un poco desentrenado. Mejor si me llamas con algo de antelación, para que me dé tiempo a tenerlo todo listo. Me pregunto cómo me las voy a arreglar con el tráfico si necesito desplazarme a caballo y ... ¡oh, vaya, no tengo escudero! ¿Crees que alguna empresa de trabajo temporal podría conseguirme alguno que trabaje por horas? ¿Qué más ...? Ah, sí. ¿Tienes un extintor? Creo que es un artilugio muy bueno para entretener dragones, mientras los caballeros solucionan sus problemas de falta de escuderos y de congestión del tráfico. Tal vez consigas uno en un 'Todo a 100'. Ah, y pruébalo antes, sobre todo si es de los baratos. Hay más cosas ... a ver ... sí, ¿crees que necesitaré un permiso de caza? y ¡oh, demonios, espero que no se trate de una especie protegida!. Todas lo son, últimamente. Creo que ahora lo que hacen es emplear un rifle que dispara inyecciones de narcóticos, pero me temo que no tengo acceso a esa tecnología y en todo caso me parece poco romántico. Así que mejor contrato a un buen abogado. ¿Conoces alguno? Yo no, nunca lo he necesitado, gracias al cielo. Me desconciertan los abogados. Los buenos dicen que han de ser listos como el diablo y no veo cómo alguien puede ser bueno si es como el diablo. Y, bueno, también me intimidan un poco, en realidad prefiero tratar con dragones. O incluson con diablos. Son, ya sabes, previsibles. Y los abogados, ni siquiera son románticos. Aunque deberían, si son como los diablos. Es un fastidio que consideren ahora especies protegidas a seres como los dragones. Me temo que la gente ha olvidado cómo solían ser las cosas no hace tanto y sus nuevos puntos de vista son groseros y zafios. Sin ir más lejos, cuando el bueno de Sigfrido mató su último dragón la gente se le echó encima acusándole de no se qué perversiones, todo porque se había bañado con su sangre. Supongo que eso significa que hay que andarse con cuidado ahora con estas cosas. ¿Crees que te gustarán unos zapatos, bolso y cinturón de piel de dragón, todo a juego? Tal vez consiga hacerme con algunas piezas buenas y, con un poco de suerte, quizá no las reclamen. Bueno, lo intentaré. Una cosa más: creo que deberías revisar tus pólizas de seguros. Conozco a alguien que las vende por tarifas razonables, sobre todo contra incendios. Ahora que voy a tener abogado de cabecera creo que le consultará acerca de las relaciones de los caballeros con hadas y princesas. No estoy muy seguro de en qué grupo debería incluirte ¿Tal vez en los dos? Y, en todo caso, es una temeridad por mi parte pensar que hay algo de 'lo nuestro' o que 'lo nuestro' es algo; digamos que es, otra vez, mi imaginación desbocada, aunque quizá, después de lo del dragón, este caballero gane algunos puntos y pueda comenzar a que 'lo nuestro' tenga algún fundamento. Pero no debería hacerme ilusiones: últimamente los dragones ni siquiera se dejan ver, especialmente cuando se los necesita. Supongo que eso los convierte en candidatos a especies protegidas, después de todo. Quizá debería preocuparme por neutralizarlo, sin matarlo, ya sabes, como cuando pescas un salmón y después le quitas el anzuelo y lo devuelves al río. Pero qué digo, no, no puede ser, los dragones no se pescan, eso sería una indignidad. Uno puede matar dragones, pero no faltarles al respeto. Me pregunto si un simple caballero puede aspirar a tener como dama a una princesa. Quizá pueda convencer a mi abogado para que hinche un poco mi genealogía. No me vendría mal, incluso en estos tiempos morganáticos en los que los príncipes desposan plebeyas divorciadas y a casi todo el mundo le parece bien. ¿Crees que tendrá que ver con la escasez de dragones? ¿Y esta escasez con el cambio climático? Creo que echaré de menos los tiempos gatopardescos en los que era posible cambiar todo un poco para que nada cambiara demasiado.

Por fin, él le entregó una tarjetita con su número. Ella, un poco desconcertada, no dijo nada. Pero pensó: 'Y ahora, ¿cómo le digo yo a este pobre chiflado que soy lesbiana?'.

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El inquilino.


Domingo, 29 de Junio de 2005, 21:40

Al principio sólo notaba un poco de torpeza en las piernas al despertar por las mañanas. Luego esa torpeza se convertía en pesadez y duraba un poco más, pero se me pasaba en seguida. Pronto empecé a sentir que me invadía la pereza, algo muy raro en mí, que nunca estaba desanimado y que no podía dejar de mantenerme activo. Luego vino el cansancio, a cualquier hora y en cualquier momento. Más adelante acabé por ver cómo cada vez dedicaba más tiempo a dormir, incluso a deshoras y, a pesar de todo, seguía teniendo sueño.

Engordé. Tenía barriga, maldita sea, pero no me apetecía nada ni dejar de comer ni hacer ejercicio. Me decidí a consultar a un médico. Me hizo varias pruebas.

- Vaya, dijo, tiene algo de anemia. Quizá está perdiendo hierro. Ordenó repetirme los análisis y me acompañó al gabinete de ecografía para mirarme el vientre. De repente, el doctor se volvió muy callado.

Llevaba ya mucho rato sin hablar cuando le pregunté qué era lo que veía.

- Hay algo ahí, creciendo dentro de ustedd. Se notaba que estaba buscando las palabras, que no sabía cómo darme una mala noticia.

- El caso es que en otras circunstancias yo se lo mandaría quitar. Lo hago incluso cuando creo que se trata de tumores avanzados, ya que casi siempre la cirugía ayuda, aunque no cure definitivamente. En su caso, sin embargo, hay que esperar a que llegue el momento adecuado.

- ¿Esperar? Pero mientras tanto crecerá. Opéreme ya, no espere más.

- No lo comprende. Si usted tuviera simplemente un tumor, le intervendría de inmediato. Pero es que usted lo que tiene en su abdomen es un feto de 24 semanas, vivo y perfectamente sano. No me pregunte cómo ha llegado hasta ahí. Yo suponía que sería usted el que me daría alguna idea acerca de ello, aunque por su expresión veo que también es una sorpresa para usted.

- Doctor ¿qué está diciendo?. Vengo aquí muy preocupado por mi salud y usted se dedica a burlarse de mí. Me parece muy poco profesional.

- Entiendo que es difícil que me crea. Pero, si no me cree a mí, entonces mire, mire usted mismo a la pantalla: no hace falta ser un experto para reconocer las imágenes.

Entonces ví que, en efecto, él tenía toda la razón. Al principio pensé que me estaba enseñando una prueba que tenía grabada, pero cuando me permitió que yo mismo guiara la sonda con mi propia mano y pudiera ver cómo se movían imagen y sonda al unísono, sentí que lo imposible se había hecho real.

- ¿Comprende ahora?, me dijo. Un feto de 24 semanas, sano, está completamente fuera de los supuestos legales de aborto. Además, como es usted un varón, su caso es de una total singularidad para la ciencia, así que no podemos aplicarle los principios habituales de la ética profesional. Hemos de ser prudentes. La gestación debe continuar hasta las cuarenta semanas. Entonces se lo extraeremos por cesárea.

- ¡No doctor, no me haga esto! ¡Yo ni siquiera me siento capaz de ser un padre corriente! ¡No puedo seguir adelante! ¡Arranque de mí este parásito que engorda cada día, que mina mi salud, que bebe mi sangre, mate a este monstruo al que yo no he invitado, que no sé cómo ha llegado a mi interior, tenga piedad, por favor doctor, por favor, por favor ...!

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Penitencia.


Jueves, 8 de Junio de 2005 - 14:18h.

De esto hace como cuarenta años. La víctima era una buena mujer, prima de la sacristana, que estaba enferma y hacía semanas que no podía ocuparse de las cosas de la iglesia. Mi compañero Luis y yo éramos los monaguillos. Teníamos ya catorce años, edad casi provecta para estos oficios, pero lo hacíamos con gusto ya que nuestra actividad se veía recompensada con algunos privilegios de los que disfrutábamos durante las fiestas del pueblo. La pobre Sagrario, una joven bastante poco agraciada y más bien corta de luces, se había aficionado a las novelas de Ponson du Terrail, tan disparatadas como inextricables, de trama tan complicada que hasta el autor perdía el hilo y con frecuencia se veía obligado incluso a resucitar al protagonista que había muerto (pero no) en el capítulo anterior.

Esa clase de novelas nos gustaban a todos. Editadas y puestas a la venta por entregas, en nuestros respectivos hogares no había sitio para ellas, ya que ni padres ni abuelos consideraban que esa clase de gastos estuvieran justificados. Pero el cura no tenía padre ni madre que le llevaran la contraria y a él le gustaban, y mucho, les romans policiers, sobre todo las aventuras de Rocambole. Y como se lo podía permitir, el hombre había adquirido en una librería de viejo de la capital, una docena de tomos que guardaba como oro en paño en su pequeña biblioteca profana, a la que todos, sobre todo los monaguillos, teníamos vetado el acceso.

El cura era un elemento atípico. Jamás se le veía sin sotana, pero era raro verlo con una sotana limpia y nueva y con frecuencia iba despeinado y hasta con la camisa medio desabrochada y luciendo pelo en pecho. También era un hombre bronco, partidario de abofetear primero y preguntar después, lo que, por cierto, entonces estaba bien visto. Además era un gran cazador y, cuando no era veda, era el primero en participar en toda clase de batidas.

A la pobre Sagrario el cura la intimidaba. Nosotros vimos enseguida que era crédula en extremo y de por sí muy supersticiosa, de modo que nos empeñamos en irla convenciendo de que nuestro cura practicaba la magia negra y era, en realidad, un brujo discípulo de Satanás. Era inconcebible que cualquiera aceptara tal disparate, pero a pesar de eso, o quizá precisamente por eso, ella acabó por sospechar que quizá podríamos tener razón.

El caso es que Sagrario había tomado la costumbre de leer los libros del cura a escondidas. Era una vieja edición de páginas que amarilleaban y se oscurecían por los bordes, que fue de calidad en sus tiempos y que aún se conservaban bastante bien. Las tapas duras estaban forradas de tela, pero la cola se había desprendido casi del todo; las tapas y las guardas, en algunos volúmenes, iban un poco cada una por su lado y a veces los cuadernillos bailaban entre los hilos cortados y flojos. Un poco chocados por su atrevimiento (nosotros quizá no hubiéramos osado), le dijimos un buen día que los libros estaban hechizados por el cura y que ellos, los libros, verían la manera de acusarla ante el cura. La buena mujer estuvo dudando sobre si seguir leyéndolos o no, pero esas historias eran demasiado absorbentes y ella prosiguió sus lecturas clandestinas. Escamados ante tanto valor por su parte, decidimos darle un escarmiento. Como nuestro maestro era todo un bibliófilo, nos enseñó a algunos de los alumnos cómo ingeniárnoslas para restaurar viejos libros, así que decidimos poner en práctica nuestros conocimientos. En la primera oportunidad, tomamos el volumen que estaba leyendo Sagrario y comenzamos a soltar cuadernillos del cuerpo principal con apenas una cuchilla de afeitar para cortar la cola. Luego, desanudamos y sacamos los hilos y cambiamos el orden de las hojas, volviéndolas a coser con todo cuidado.

En la primera oportunidad nos presentamos en la sacristía con la excusa de pedirle al cura que nos llevara de caza con él. Como era de esperar, se negó en redondo, cogió sus escopetas y salió a buscar a sus perros. Nosotros suspiramos, entramos en la sacristía y nos sentamos con cara de no haber roto un plato en la vida. Al cabo de poco, cuando ya se había asegurado de que el cura había salido con sus perros y sus armas y estaba claro que ya no volvería hasta tarde, Sagrario regresó, momento que aprovechamos para mostrarle una caja de madera con unas figuras esculpidas en la tapa, en las que destacaba una cabeza de chivo. Se trataba de un recuerdo que había traído uno de mis tíos de un viaje a Italia, una pequeña obra de artesanía esculpida a navaja por un pastor. En la tapa, en mayúsculas, se leía " I·L·B·U·C·C·O ", palabra que ni mi compañero ni yo conocíamos. Y dentro de la caja había media docena de obleas teñidas apresuradamente con tinta china el día anterior.

- Mira, Sagrario . Aquí tienes las hostias que usa el cura, para rezar al revés, la misa negra que celebra escondido la noche de los sábados, detrás del altar. Y ¿ves aquí, en la tapa, esta figura? ¡Es el diablo al que las ha consagrado!. ¿No me crees? Pues tómate una de ellas y verás al diablo.

- No hace falta ni que te la tragues. Sólo con tocar una con la punta del dedo el diablo se te puede colar en el cuerpo. ¡Vamos, toca una!, dijo Luis acercándole la caja. Bueno, no hace falta que des esos respingos. Dejaré la caja donde estaba.

- ¡Dejadme en paz! No me asustáis. Largáos. No tenéis nada que hacer aquí.

- Está bien, dije yo. Pero antes, y para que luego no digas que no te advertimos, ven a ver las huellas del diablo detrás del altar.

La llevamos hasta allí y, a la luz de las velas le mostramos las huellas del diablo que el día anterior habíamos dejado preparadas.

- Mira, aquí se ven muy bien las huellas de la pezuña partida del diablo.

Sagrario estaba espantada. Frenética, dió media vuelta y regresó al cabo de un momento, toda temblorosa, con el cubo y el trapo de fregar y, en un momento, limpió las huellas. Sin detenerse, tomó las llaves de la iglesia, cerró la puerta principal y nos hizo entrar en la sacristía.

- Y ahora, dijo, largáos de una vez.

- ¿Seguro que quieres que nos vayamos? ¿No estarás mejor acompañada? Si tú estas con nosotros, seguro que no haremos ninguna barrabasada.

- Bueno, quedáos. Pero formales, ¿eh?. Sobre todo tú, Tico, dijo dirigiéndose a mí.

Entonces suspiró y, ya más tranquila, tomó la novela que estaba leyendo. Comenzó a hojearla. Nosotros mirábamos su cara y veíamos cómo pasaba de la extrañeza a la alarma y finalmente, al más puro terror. En pocos segundo vimos cómo se abrían sus ojos, sus pupilas se dilataban y comenzaba a temblar de manera incontenible. Intentaba hablar, pero sólo acertaba a abrir y cerrar la boca sin poder emitir sonidos. Por fin, comenzó a balbucear:

- Lalalalalalala ...

- ¿Qué te pasa Sagrario ?

- Lalalalalalalas... lasssss... lassss... páginassss ...

Vaya, le había dado fuerte. Estuve tentado de contarle la verdad, pero decidí que no haría falta: ya se le pasaría.

- Las páginas, sí las páginas, ¿qué les pasa?

- Déjamelas ver, dijo Luis

- Sí, a verlas. ¿Qué les pasa?

- Dedededededesordenadassssss ...

- Ah, sí, mira están desordenadas. ¿Y qué ?

Le costó un buen rato, pero por fin nos explicó que la última vez no estaban así y que a ella eso le parecía cosa de brujas. Nosotros primero le dijimos que sería un libro defectuoso ya desde que lo imprimieron, pero ella insistía en que no. Así que la convencimos que el cura, de todas maneras, ya había leído aquelas novelas y no iba a volverlas a mirar más, por lo menos, mientras fuera temporada de caza. Y que si las miraba que ya le diríamos que habíamos sido nosotros, y no ella. Y para tranquilizarla nos la llevamos a la cocina con la excusa de darle a beber un poco de agua, lo que resultó imposible porque la pobre no dejaba de temblar. En ese momento yo estaba un poco preocupado, pensando que habíamos ido demasiado lejos, pero esa preocupación dejó paso enseguida a otra mucho mayor: el cura volvía a casa, mucho antes de lo previsto, con un humor de perros, gritándole a sus chuchos toda clase de improperios para que dejasen de ladrar. Bastó que Luis y yo cruzáramos una mirada para entendernos: salimos de inmediato de la cocina dejando a la mujer abandonada a su suerte.

En la sacristía, recogimos la caja de las hostias negras y nos dirigimos a la iglesia. Enseguida recordé que la puerta principal estaba cerrada: no teníamos escapatoria. Sólo quedaba el recurso de buscar un escondite: un rincón oscuro frente a la puerta de la sacristía. Desde donde estábamos oíamos gritar al cura. Sagrario debía estar dominada por el pánico. En efecto, un momento después entró el cura, completamente fuera de sí, arrastrando a la joven al interior de la iglesia. Con seguridad, el cura había visto su libro que había quedado abierto sobre la mesa de la sacristía.

- ¡Estáte quieta y obedece, desvergonzada!. Voy a enseñarte por qué no debes nunca desobedecer mis órdenes. Es hora de que recibas el castigo adecuado, así que prepárate que te voy a penitenciar.

Yo temía que quisiera llevarla al confesionario y que eligiera el que estaba junto a nosotros, pero no fué así. El cura, sujetando a su presa con una mano, tomó los cordones de las cortinas de la capilla de San Roque. Creo que fue entonces cuando empecé a notar un olor desagradable que al principio no identifiqué pero que luego asocié a olor típico a huevos podridos mezclado con un intenso hedor como el que desprende el chivo. El cura ató a Sagrario por las muñecas sobre una gran piedra en forma de mesa que parecía un ara y que siempre había estado detrás del altar mayor. El olor a vapores sulfurosos era ya muy intenso y toda la escena aparecía envuelta en una neblina densa de vapores mefíticos.

El cura volvió a la sacristía y al poco entró de nuevo a la iglesia con un trozo de tizón apagado en una mano y uno de sus libros en la otra. Acercó al altar dos grandes candelabros con doce velones cada uno y puso su libro abierto junto a la joven. Sagrario, en estado de shock, estaba de puntillas, con su vientre apoyado en el borde del ara y los brazos atados por las muñecas a dos barras situadas algo por encima del ara. El cura se desplazaba sin que sus pasos sonaran. Entonces advertí que iba descalzo. Ví cómo tomaba el tizón y cómo trazaba con él un gran pentáculo en el suelo, de más de dos metros de ancho, en cuyo centro apoyaba Sagrario las puntas de sus pies. A su derecha, dibujó un triángulo isósceles invertido con dos espirales de dos vueltas en cada uno de sus vértices superiores. Luego cruzó los brazos sobre el pecho con los puños cerrados y comenzó una letanía que decía:

olam a son arebil des,
Menoitatnet ni sacudni son en te;
Sirtson subirotibed sumittimid son te tucis,
artson atibed sibon ettimid te,
edioh sibon ad munaiditoc murtson menaP.
Arret ni te oleac ni tucis, aut satnulov taif,
MuuT mungeR tainevda,
MuuT nemon rutecifitcnas,
Sileac ni se iuq, restsoN retaP

Y acto seguido, dejando el libro sobre le altar, se acercó a su víctima y le desgarró la ropa de manera que sus pechos quedaron al aire, mientras decía:

- Te humillarás ante Nuestro Generoso Señor y ante él desnuda permanecerás.Y así recibirás tus penitencias.

Remangó las sayas de la joven y la despojó de su ropa interior. Desde donde estábamos veíamos su culo, grande, muy blanco y redondo, que el cura comenzó a azotar con sus propias manos. A cada golpe, las nalgas enrojecían y sus tetas se balanceaban adelante y atrás, como badajos.

- Ahora, da gracias, a tu señor, que acepta ser recibido en tu seno. Y remangándose la sotana, expuso por un instante a nuestros ojos su verga, peluda, larga y negra, como de caballo, con la que desfloró de inmediato a Sagrario. Hasta entonces, la joven había ido acogiendo con un gemido cada uno de los azotes. Pero, en ese momento, gritó y se revolvió, intentando liberarse. El coito prosiguió hasta su consecución. En el momento culminante, el cura exclamó:

- Está escrito que el esperma de Tu Señor es frío como la muerte y, aunque infecundo, es germen de pecado.

Entonces ella, que seguía debatiéndose, logró liberar uno de sus brazos y en una contorsión extrema, manoteó derribando uno de los candelabros.

Las brumas amarillentas impregnaban toda la escena. Incluso desde donde estábamos empezaba a sernos dificultosa la respiración. Pero allí donde se celebraba la misa negra, la caída del candelabro sobre las ropas del cura inició una brusca llamarada que los envolvió a los dos, que comenzaron a arder como antorchas vivas y a aullar desgarradoramente. El cura salió corriendo, pero no alcanzó ni siquiera la puerta de la sacristía. Entonces salimos de nuestro escondite con ánimo de liberar a Sagrario, pero las llamas no nos dejaron acercarnos y ella dejó de moverse en seguida. Los dos cuerpos se quemaban muy deprisa, como si fueran paja seca, o como si estuvieran impregnados de bencina. Salimos de inmediato hacia la casa del cura y bajamos al barranco desde la puerta del corral hasta la orilla del río, envueltos por la maleza. Tiramos al agua las hostias negras. Fue un error. Nunca volví a comerme tranquilo las truchas que mi padre pescaba en ese río.

A la mañana siguiente las viejas beatas dieron la voz de alarma: la iglesia estaba cerrada y ni el cura ni la sacristana daban señales de vida. El alcalde entró a la iglesia con las beatas por la casa del cura y allí, tras el altar, encontraron los esqueletos chamuscados de una persona y de una cabra gigantesca.

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Sexo mayor en clave menor.


Jueves, 26 de Mayo de 2005 - 19:30h.

Hoy me han mandado desde la empresa a venderle a una clienta uno de nuestros productos financieros. Miro la dirección y resulta que es vecina. Llego, llamo me abre, la miro y no la conozco. Seguro que lleva poco en el barrio, que soy un desastre para las caras pero de ella me acordaría: es un enana. Una de esas cabezonas, que cuando caminan andan bamboleándose, como los vaqueros, con unas manos de tamaño adulto y unos brazos como de juguete. De entrada no estoy muy fino, porque me pilla de sorpresa y de momento no sé qué decir, y eso que uno tiene labia, y más cuando se lo propone. La tía me sonríe ¿Acaso se ríe de mí? Pues parece que no, será que es simpática. Mejor. Abro mi portafolios y voy desgranando las excelencias del producto.

Ella se ha sentado enfrente de mí, en una silla de tamaño guardería. La mesa es una de esas bajitas que se ponen entre el sofá y la televisión, con lo que me veo obligado a doblar el espinazo en una posición una pizca incómoda. Ella tiene puesto un vestido corto y vaporoso, con buen escote, y un dos tetas melonescas en las que casi apoya la barbilla como haría una niña asomándose al mostrador tras el cual hay algo que le interesa. Hay algo extraño y fascinante en ella, debe ser ese juego de desproporciones, con esas manos grandes y hasta toscas, un cuerpo de niña y un culo de adulta, reducido a escala pero perfecto de forma, y esos pies de niña, enfundados en sandalias de tirillas con medio tacón. Un medio tacón que no tiene por objeto aumentar su talla, batalla perdida, sino acentuar sus corvas y hacer que su culo sea aún más respingón.

Sigo con mis explicaciones. No estoy yo hoy fino. Me siento desconcertado. Ella sigue sonriendo. Por primera vez me pregunto si no está coqueteando. Y la respuesta es que sí. Inexplicablemente, ante la posibilidad cada vez más probable de un coito salvaje con la enana me pongo tan caliente y tan deprisa que casi me da un vahído. Una tensión en mi bragueta me recuerda que él, que en definitiva tiene vida propia (o se la toma aunque no la tenga), protesta reclamando espacio, al tiempo que se nubla un punto mi mente y mi boca tiene más saliva de la debida: corro el riesgo de babear en cualquier momento. Oportunamente, esa especie de Mata - Hari de chiste se pone en pie y me invita a una cerveza. Farfullo algo parecido a un 'sí' mientras lucho contra el babeo, acentuado por los movimientos torpemente insinuantes de sus andares. Llamo a mi sexto sentido en busca de consejo o de fuerzas para resistirme a una situación que se me antoja malsana y arriesgada. Mi sexto sentido contesta con el silencio y entonces recuerdo que nunca he tenido tal, así que decido abandonarme a mi lujuria allá donde sea que me lleve.

La cerveza está perfectamente fría, tiene un color de miel oscura y al primer sorbo noto que debe tener tanto alcohol como un vino de mesa: está intentando dejarme sin defensas y lo va a conseguir. Para entonces aparece en mi mente una información que no he llamado y que me recuerda que las enanas acondroplásicas no pueden bajo ningún concepto parir por vía natural por tener la pelvis demasiado estrecha, por lo que se impone la cesárea. Ahora veo para qué sirve la culturilla de dominical, aunque el detalle de la pelvis en su estrechez no me quita el sueño. Me planteo por primera vez si tener un buen armatoste no será en este caso un inconveniente. Decido simplemente asegurarme de que ella vea lo que hay y que obre en consecuencia.

Me pilla por sorpresa su solicitud directa de que probemos a practicar maniobras cariñosas. Le digo que bueno y le comento que me sorprende que sea ella la que tome una iniciativa tan directa. Verás, me contesta, si no hubiera tomado la costumbre de ser yo la que da el primer paso, aún estaría esperando mi primera vez.

Uno no es un caballero. Pero me van a permitir que les ahorre los detalles. Les bastará saber que la ocasión ha estado bien aprovechada, por ambas partes. Hacía mucho tiempo que no lograba una intensidad de sensaciones tan alta y tan duradera. Cuando terminamos estoy agotado y me incorporo con dificultad hasta sentarme. Luego me vuelvo para mirarla. Ella sonríe con cara de niña traviesa. Está boca abajo y con la cara vuelta hacia mí. Noto que todo empieza de nuevo. Y la historia se repite hasta bien entrada la noche. Ahora el problema es que sé que un día me dejará. Y que cuando ocurra yo no voy a soportarlo.

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Vida después de la muerte.


Sábado, 21 de Mayo de 2005 - 20:50h.

A veces me siento, de sentarme sobre mi culo, y digo culo porque decir posaderas es una cursilada y bastante pedante es este gato, que ya me aburre que me lo digan, y pienso en la muerte. Y en la vida después de la muerte, que es que no. O es que sí, porque están las famosas cuadrillas de la muerte, valga la redundancia, que son esos simpáticos insectos y no sé si otros artópodos amén de gusanos, larvas, etcétera, que de manera ordenada y según un calendario acordado, van comiéndose, puaj, el cuerpo, lo que queda de él. Que el cadáver es eso, cadáver, pero los insectos bien que se engordan con el festín y está bien vivos y coleando, que eso sí que es darse la gran vida después de la muerte.

Muchas personas creen que hay otra vida después de la muerte, pero ninguno de esos creyentes han vuelto para decirnos, eh oye, está guay esto o bien, no qué va, es un rollo aburrido, o quizá, psé, según ¿te gusta el sexo, jugar al mus, el rock, o el fúrbol?, pero nada, no dicen nada porque ni siquiera vuelven. Lo que es que mayormente no hay nada o hay una laguna estigia o un río leteo, tachen lo que no proceda, del que todos beben y luego se olvidan de llamar a casa: que estoy bien, que he llegado bien y tal.

De lo que estoy más seguro es de que si hay otra vida no puede haber un infierno, porque el infierno lo tenemos aquí. Aquí es aquí al lado. Aquí es aquí mismo, que dijo aquél que el infierno son los otros, pero ya hemos rizado el rizo y el infierno ya es uno mismo, no hay que irse más lejos a buscarlo y en cualquier caso, no al más allá. No me olvido de la cosa de la reencarnación. Eso está bien en la medida en que uno pierda la memoria nada más morirse. Pero quedarse sin memoria es como morirse para nacer otra vez, es como reencarnarse sin morirse y a veces pienso que la cosa debe tener su aquel, lo de la amnesia esa, y quisiera perder toda la memoria por un rato, para ver qué se siente.

La verdad es que uno no debería pasarlo mal después de olvidarlo todo. ¿Por qué habría de ser algo desagradable? Lo que pasa es que los desmemoriados nunca lo olvidan todo. Pero todo, todo. Se acuerdan de cosas, unas sí y otras no. Se acuerdan de hablar, de escribir, de andar, de cómo lavarse los dientes. Se olvidan de cómo se llaman, de dónde viven, esas cosas. Siempre me ha sonado raro esa manera de olvidarse sólo de algunas cosas. Y tampoco he entendido muy bien por qué siempre sufren tanto los que no recuerdan quiénes son. Deben ser porque se figuran que son gente importante. Ah, joder, seguro que soy Beckham o alguien así y mira lo que me estoy perdiendo, igual estoy dejando de ganar una pasta por mi mala cabeza.

Aunque bien pensado, no debe ser así: si son muy famosos enseguida se sabe quiénes son, por la tele y eso. Si piensa 'debo ser un pringao', pues entonces casi que viene bien eso de no tener un pasado, como a las reinas de españa, que es una cosa que ya sabemos que se va a acabar, lo de las reinas sin pasado, digo, quizá por la cosa de la intolerancia, que ya somos intolerantes hasta con las amnesias. Claro que después del intrigante episodio del pianista inglés húmedo como que hay que desconfiar de las amnesias, que huelen un poco a fraude, ya se sabe, olvidos demasiado selectivos, menuda propaganda que nos quieren meter, sea de lo que sea, que si no averiguan nada los psiquiatras será que a lo mejor tienen que poner a interrogar a un policía, a ver si tiene más suerte y nos enteramos en qué para todo, que ya es hora.

Y es que este gato está particularmente intrigado con un caso al que no se le ve final. Si fuera un personaje de uno de mis cuentos lo metía pero ya a cadáver en un estercolero, a que lo vistaran las alegres cuadrillas necrofágicas, a ver si aprendía de una buen vez. Y es que a mí me tiran mucho los finales lúgubres y hasta un poco 'gores'.

P.S.: Si no se te ocurre qué hacer con el protagonista, mátalo. Luego sólo te queda situar el escenario donde aparece el cadáver, pero eso está chupado, la inspiración viene sola.

Otoños y primaveras.


Jueves, 19 de Mayo de 2005, 18:41

El miedo nos ha tenido escondidos en esta cueva. ¡Han pasado tantos años! ¡He perdido tantas primaveras! Y tantos, tantos otoños. Aquí hemos estado, cuidando siempre aquello de lo que comemos. No salimos, (no hay que salir), no debemos correr riesgos. Sólo estamos fuera de manera fugaz y cada mucho, mucho tiempo. Y cuando dejamos la cueva, vamos a lugares ya conocidos donde ocurren cosas poco tranquilizadoras. Pero regresamos a nuestro refugio y sólo salimos de nuevo para buscar aquello que necesitamos. Atesoramos en nuestra cueva cosas valiosas y necesarias y las guardamos con celo y con discreción. Pasa el tiempo, un año y otro año y otro año y vamos viendo que, cada vez más, ya no somos como éramos y que hemos perdido tantas primaveras y tantos otoños ... Perdimos la primavera de los dieciséis años, y la de los veinte y la de los treinta y dos y la de los treinta y nueve, con sus otoños correspondientes. Guardamos nuestros valiosos botines: aquí están en nuestra cueva y nosotros con ellos. Añoramos ¡y cómo! salir a la primavera, al otoño, pero no es fácil. Perdimos el hábito, pero no el miedo. No somos los que fuimos, somos una caricatura de nosotros mismos, de cuando éramos apenas una brillante promesa.

Hoy, aunque saliéramos, no lo veríamos todo como es debido: nuestros ojos sin brillo sólo perciben una realidad desvaída y triste, aquello que se nos antojaría bello llega hasta nosotros como el posible disfraz de una amenaza. Además, tenemos embotada nuestra capacidad de asombro. Hemos vivido inmersos durante demasiado tiempo en la rutina de la cueva. Así que ayer decidimos que hoy volveríamos a hacer esas búsquedas cotidianas allí donde siempre las hacemos, para luego volver a guardar aquello que hemos atesorado y a llorar por todas la primaveras y por todos los otoños que ya perdimos y por los que hayan de venir, de los que no osaremos ni podremos disfrutar.

Hoy, por fin, hemos salido de nuevo. Nos movemos sigilosamente, sin perdernos de vista unos de otros. Hemos ido con cuidado pero sin detenernos a donde siempre y hemos recogido lo que encontramos, regresando enseguida a nuestra cueva. Al llegar hemos visto que algo terrible ha pasado. La entrada de nuestro refugio, no estaba ya en su lugar. Luego hemos notado que un gran derrumbamiento, una inmensa cantidad de enormes rocas, la ha tapado por completo. Hemos intentado abrirnos paso a través del derrumbe, pero ha sido imposible. Ahora, no tenemos refugio alguno. No tenemos adónde ir. Hemos perdido aquello que tanto nos costó atesorar. El miedo nos consume y no dejamos de temblar. Nunca volveremos a la tranquila y segura calidez de la cueva, un refugio a salvo de fieras y de tormentas, lleno de comida y de toda clase de cosas necesarias. Aunque vuelvan los más espléndidos otoños y primaveras y nosotros podamos verlos y vivir inmersos en toda su plenitud, nunca los disfrutaremos: añoraremos nuestro seguro y cálido refugio, perdido para siempre.